Cuando Mario Ronquillo ve el mundo en realidad ve colores y formas separados. A veces ve todo azul: “el misterioso y tranquilo azul”, como él lo llama. A veces amarillo, “el espiritual, el sereno amarillo”. A veces verde, “el fuerte y dinámico verde”.
Hace pocos meses, en cambio, ha estado viendo todo rojo. Y, como siempre que la lente de su creatividad se mancha de un color determinado, tiene que trabajar y trabajar hasta sentir que ha “agotado todas las posibilidades de ese color”.Una parte de esa floración unicromática se puede ver en la más reciente exposición del pintor nacido en Pujilí, en 1943, titulada ‘Presencia en el tejado de los Andes’. Las piezas se expondrán hasta el 14 de mayo, en las salas Oswaldo Guayasamín, Eduardo Kingman y Miguel de Santiago, de la Casa de la Cultura.
La muestra se compone de 46 trabajos, de mediano y gran formatos, que Ronquillo trabajó -todos- en los tres primeros meses de este año.
Esta especie de maratón artística para Ronquillo no es más que una circunstancia curiosa. Su paleta es como un animal furioso que a veces duerme mucho. Puede pasar temporadas enteras sin rugir o apenas bostezando. Pero cuando se despierta no puede detenerse.
Así fue, por ejemplo, cuando Marco Antonio Rodríguez, presidente de la Casa de la Cultura, lo contactó a fines del año pasado para proponerle la exposición. Ronquillo se propuso presentar obra nueva y se encerró a trabajar en su estudio, ubicado en el norte de Quito.
Todos los días trabajó en dos jornadas, entre las 06:30 hasta las 11:30 y entre las 14:00 hasta las 19:00. Resultó una serie de cerca de 60 obras, entre óleos y tintas, la mayoría de las cuales corresponde a dos grandes temas: las calles de Quito y los paisajes de la Sierra del Ecuador.
Cada temática está trabajada por una técnica diferente que corresponde, explica el artista, “a la necesidad expresiva interna y a la sensación o la emoción con la que cada imagen se me presentó cuando la concebí”.
Los paisajes de Quito (sobre todo calles e interiores de iglesias) fueron trabajados con óleos en telas de 2 metros de diámetro en promedio. Aquí Ronquillo usó una técnica impresionista que reproduce las minuciosas formas y detalles, pero sin dejarlas completamente definidas, más bien solo sugeridas a través del rasgo breve y la mancha.
En cambio los paisajes de la alta Serranía están trabajados en técnica mixta, con tintas y diluyentes que el artista deja correr sobre telas más pequeñas, de 1 m, aproximadamente, de diámetro. Aquí la imagen se vuelve menos definida, más cercana al abstracto. Las escenas dan la sensación de haber sido extraídas directamente de un sueño.
Sobre esta parte de la muestra, Marco Antonio Rodríguez explica: “Cada vez que se mira uno de sus cuadros salta al inconsciente una luz no admirada la víspera, la imagen de una concreción erigida por una memoria del pasado, entre la vigilia y la realidad”.
Esta segunda fase privilegia la evocación de una serie de animales del páramo serrano.
Estas figuras animales se presentan borrosas, como espectros o como símbolos recogidos en el sueño, cuyo significado resulta misterioso. Así aparecen cóndores, pumas, osos, lobos, gallos de pelea, caballos sin jinetes.
En la misma bruma laten, remotos, cristos crucificados, beatas, danzantes, árboles mutilados, cielos de tormenta.
Las dos series salieron a la par como un complemento mutuo: “Ambas viajan del interior al exterior. Ambas intentan agotar el color”, concluye Ronquillo.