Tras subir las escaleras en la casa de la acuarelista cuencana Eudoxia Estrella (la Casa Azul), un vitral recibe al visitante: cada cristal pintado a mano se une en la representación de una pareja indígena en torno a la chicha. Es un producto del arte del español Guillermo Larrazábal, (1907 -1983).
Eudoxia a través de sus lentes observa aquel vitral, se emociona y al compás que marca con su pie derecho empieza a cantar: “Ay ñuca en la plaza mi chicha vendiendo / longo ca queriendo conmigo casar”. Al son de esa música, Larrazábal elaboraba aquel vitral. Y, ahora, con esa misma melodía fluye la charla en la sala de esa casa colonial.
Es una tarde calurosa. Acaso como aquella de 1955, cuando Larrazábal llegó a Cuenca, traído por la curia, para hacer los vitrales de la nueva Catedral. En un retrato captado en su edad madura, el artista se muestra delgado, de tez blanca, cabello cano, patillas largas y anteojos.
Eudoxia recuerda que un grupo de amigos le presentó a Larrazábal. No fue un flechazo. Mas a las pocas semanas, él estaba indispuesto de salud y ella le llevó un frasco de compota de manzana preparado por su mamá. Cuenta que el vitralista se congratuló con aquel gesto. A la semana siguiente, él le devolvió el recipiente lleno de bombones.
La amistad creció. Pláticas sobre arte y miradas coquetas confluyeron en amor. En 1960, la pareja decidió vivir junta, no en matrimonio. Él estaba casado en su país, donde el divorcio estaba vetado. Sin importarles la murmuración de sus vecinos y los moralismos de la época, con mente abierta y un estrecho abrazo caminaban por Cuenca.
En la Casa Azul ambos hacían arte. Larrazábal era apasionado por su trabajo, dedicaba largas jornadas a sus vitrales y, al final, Eudoxia le compartía su opinión. Cada uno trabajaba sus obras en espacios separados, respetaban la creación en soledad.
Estrella corta el relato y se dirige presurosa a la buhardilla. Al momento regresa con una decena de dibujos -más que bocetos, obras de arte en sí-. Los muestra uno por uno, rompe el silencio y suspira: “él era la luz que plasmaba en cada trabajo”.
Son obras que dejan ver la expresión de Jesús y de los santos, que presentan una iconografía religiosa distinta. Son cuerpos estilizados, anatómicamente estudiados. También están los símbolos de la Trinidad, las grafías de alfa y omega, el átomo. Todo definido por haces de luz.
En esas creaciones que se realizaban con la técnica del emplomado (unir los vidrios con plomo) está un trazo de espiritualidad y conocimiento. Larrazábal estudiaba ciencia, teología y arte. Un místico que buscaba conectarse con la divinidad y comunicar en su obra aquella luz.
60 de sus vitrales se exhiben en la nueva Catedral. Allí, se registra la mayor cantidad de su obra en el Ecuador. El rosetón, ubicado en la parte superior frontal del templo, tiene un brillo particular y los cientos de cristales que lo conforman terminan siendo un arco iris.
Según el historiador español José Carlos Arias, el vitralista realizó 500 trabajos en 89 lugares del país: iglesias, colegios y casas particulares. Arias explica que realizaba sus obras por el lado negativo del vidrio, que las hacía pensando en el sitio donde se ubicarían y con una mezcla perfecta de colores lograba que la luz solar se reproduzca en el interior del lugar. “Un alquimista”, dice el historiador.
Eudoxia asiente. En una pared de la casa reposan ocho dibujos de vitrales, son los sacramentos, más uno. Ella los observa, como cada día de su vida, y destaca la bondad en los gestos, la luz que se desprende de la mano del artista. “Jesús debió haber sido como Guillermo”.
La acuarelista toma en sus manos un caleidoscopio, que en su exterior tiene grabados un Quijote y las iniciales de su nombre y apellido. Es un obsequio de Larrazábal. El hidalgo caballero cervantino era un símbolo de su amor. En su imaginación, ella era Sancho y él Don Quijote. Eudoxia hace sonar las hojas de un ejemplar del clásico, de entre ellas saca una tarjeta y lee: “para tu bellísimo corazón, esta bella obra”. Vivieron juntos 23 años.
Larrazábal le confesó a Eudoxia, que desde el momento en que llegó a Cuenca le fascinó la intensidad de la luz; además del colorido de la indumentaria de las cholas cuencanas, del clima y de la naturaleza.
Vivía encantado, disfrutaba tardes enteras caminando por el campo o compartiendo sus lecturas y saberes con jóvenes interesados. “Jesús debió haber sido como Guillermo”, insiste Eudoxia. Lo dice porque expandía su luz sobre quienes lo rodeaban. Su luz interna y esa luz que atraviesa a la pareja indígena, en el vitral de la puerta de su casa.
Investigación sobre su obra
El historiador español de arte José Carlos Arias, radicado desde hace años en Cuenca, es un investigador que se encuentra trabajando sobre la obra del artista y vitralista español Guillermo Larrazábal. EsAto le llevó a emprender un proyecto de investigación, exposición y difusión de este artista vasco.
Desde hace dos meses empezó el proceso para registrar la obra y para que se difunda. Para ello efectuará el rastreo sobre las aproximadamente 500 piezas que realizó el vitralista en el Ecuador entre vitrales, pinturas, bocetos, dibujos, etc…
Arias realizará un proceso de catalogación con una plantilla de expertización, de cada uno de los bienes culturales. Luego de esto pretende efectuar una serie de guiones –museológicos, museográficos, interactivos y didácticos– para consolidar las exposiciones itinerantes por el país: Cuenca, Quito, Guayaquil, y si es posible en España.
El proyecto contempla la elaboración de material didáctico para los centros culturales y la ejecución de talleres de capacitación. El proceso concluirá con la publicación de un libro sobre su vida y obra a mediados del 2012. Según Arias para que el proyecto pueda ejecutarse solicitó el apoyo de la Embajada de España, del Ministerio de Cultura, de la Alcaldía de Cuenca, y espera una respuesta de estas entidades, algunas de las cuales ya han mostrado su interés.