Oswaldo Muñoz Mariño habla de su arte y de sus viajes. El pintor expone la muestra ‘Ciudades Patrimoniales del Ecuador y del Mundo’, hasta el 15 de octubre.
En el luminoso jardín de la casa colonial que perteneciera a las hijas del pintor Antonio Salas –y que ahora alberga al Museo Oswaldo Muñoz Mariño- el maestro ríe con franqueza. Sentado sobre un taburete de madera, rodeado por los primeros alumnos del taller de acuarela que arranca ese día, el arquitecto y acuarelista, filósofo “y plazuela” (esta última, una autodefinición), se deja guiar por los recuerdos.
A sus 89 años, tras haber recorrido medio mundo capturando el espíritu de las ciudades, Muñoz Mariño atesora cada vivencia y comparte lo aprendido, con la alegría y la generosidad de los espíritus elevados.
Es amable, dulce, atento. Con su boina calada, tiene el aspecto de un joven eterno. Responde a cada pregunta con humor y extrema modestia. No funcionan con él los cuestionarios formales ni las interrogantes ensayadas. Parece más inteligente seguirlo en ese recorrido espontáneo y chispeante por las memorias de los sitios visitados, los paisajes retratados y las personas amadas.
México fue su casa por muchos años. Allí vivió años felices. Conoció a Frida Kahlo, a Diego Rivera, a José Clemente Orozco y a David Alfredo Siqueiros, el gran muralista que reconoció en este joven, “venido de un paisito”, al talentoso artista que captaba a la perfección la atmósfera de lugares y momentos. En la tierra que lo adoptó, Muñoz Mariño “aprendió a ver”. “¿Parece fácil, no?”, dice el maestro. ”Porque todo el mundo cree que sabe. Pero hay que hacerlo, porque entonces uno empieza a cultivarse”.
¿Y cómo se aprende a ver?
Es un ejercicio mental inocente, natural. Hay que concentrarse en las cosas… por ejemplo esa hoja (señala la enredadera que cubre una de las paredes del jardín). Hay que ver cómo es, qué forma tiene, qué color; cómo juega en el conjunto. Igual pasa con las casas de las ciudades. Y con las personas en las casas en las ciudades. Es un mundo misterioso que está al alcance de la mano. Hay que crear el foco del ojo.
Se dice que el acuarelista desarrolla la conexión ojo-mano, sin que intermedie el cerebro…
La acuarela tiene que ver con el sentimiento. Uno pasa por un sitio y piensa: qué lindo, valora cada cosa, porque ya aprendió a ver; en los sitios, en las personas, pero sobre todo, en las miradas.
Pero en la mayoría de sus cuadros el ser humano está ausente…
No, yo hice mucho retrato, sobre todo en México. Gran parte de esa obra se quedó allí.
Por pedido de la Unesco, usted pintó las ciudades patrimoniales. ¿Podían hacerle un mejor encargo?
Con este trabajito miserable, he ido a dar a todo el mundo (risas). Me gustó mucho el Japón. Nunca entendí nada, pero me gustó. Estuve en Canadá, en París, en Noruega, en ese ‘pueblito’ llamado Londres. En Cracovia me sorprendió la gente tan amable, tan distinta.
Y México…
Bueno, México porque ahí me crié. Me hice casi mexicano. Fue una maravilla… Los alumnos de la facultad eran hijos, parientes, primos de los grandes maestros. Una compañera mía era hija de Diego Rivera e hicimos amistad. Yo iba a su casa. Diego era un monstruo, enorme, pero con gran inteligencia y gran sensibilidad. Usted podía platicar con él mientras estaba pintando un gran retrato. Yo era solo un jovencito que le hacía preguntas. No regresé al Ecuador en mucho tiempo. Fui a África, llegué hasta donde nace el río Nilo. Allí tienen un monumento con cinco personajes inmensos, al filo de un lago negro, sin pájaros; muerto. He visto tantas cosas bonitas, extrañas, conmovedoras…
¿Cómo elige qué retratar?
Eso es algo que uno ya lo lleva dentro. Con el tiempo, usted ya sabe solo al verlo. En Japón llegué a una ciudad con un pórtico lindísimo, de metal, y me dije: voy a pintar esto. Vino una inspectora y, por el tono de su voz, entendí que me decía que no podía trabajar allí. Yo seguía pintando. De rato en rato, ella me decía: “¿Ya terminas? ¿Ya terminaste? Ya vete”. (risas).
Qué maltrato…
Gente linda en el Japón. En Moscú, en la plaza principal, me pasó lo mismo. Vino un guardia a pedirme que me fuera. Yo solo me cambiaba de lugar. Le decía: no estoy molestando y seguía pintando. Tienen adoración a la Plaza Roja. Y en México, mientras pintaba la Catedral, un nativo mexicano me dijo: “Aquí nunca debió levantarse un monumento. La Catedral se va a hundir”. Yo no le hice caso, hasta que un compañero mío de taller fue contratado por el Municipio para inyectar hormigón en el subsuelo porque se estaba hundiendo. ¿Curioso no?
Curioso.
En cambio, la exposición en París fue buena. Hubo muchísima gente, venían autoridades, hubo un gran público. Fue macanuda (ríe). En Noruega llegué a un invierno oscuro y casi no podía pintar hasta que alguien me dijo que fuera al Norte. Allí encontré luz.
Ha visto tantas cosas…
Siempre se descubre, en todas partes se descubre algo.
¿Por qué cree que la acuarela ha sido considerada un arte menor?
No sé… Es el arte más difícil del mundo. Requiere un espíritu fino y mucha precisión. Es un desafío, un trabajo mental enorme. Creo que la acuarela ha sido valorada por el miedo.
¿Por el miedo?
Por el miedo que tiene el pintor a trabajar una acuarela (risas). Es un juego de vida o muerte, pues uno se expone a equivocarse y cuando quiere componer algo, ya no puede. Pero después a usted le gusta ese riesgo. No sé cómo decirle esto (se detiene, reflexiona). Es importante, a cada instante, probarse que uno está vivo.
HOJA DE VIDA
Oswaldo Muñoz Mariño
El acuarelista nació el 24 de diciembre de 1923 en Riobamba, Ecuador .
En la Universidad Autónoma, Muñoz Mariño estudió Arquitectura y empezó su trayectoria como artista hasta ganar, en 1965, el Primer Premio del Salón Anual de la Acuarela del Colegio de Arquitectos.
La casa que alberga el Museo se ubica en San Marcos.
[[OBJECT]]