Catalogada como lumpen y grotesca, censurada hasta el hartazgo, la obra de Wilson Paccha se distancia de las visiones esencialistas del arte como el indigenismo que dominó la (tradición) pictórica ecuatoriana del siglo XX. No lo niega, lo de-construye desde su condición mestiza/urbana, sacando a flote los fantasmas de la clase media que reniega de su propio mal gusto.
[[OBJECT]] En los cuadros de Paccha, lo kitsch es posibilidad de enhebrar nuevos procesos identitarios, el desarrollo es discutido a través de la metáfora del desastre, pensando por fuera de la economía, pues si bien la clase alta dispone del capital económico, la clase media/baja posee el capital simbólico/cultural. Aunque Paccha se pliegue al sincretismo y al neobarroco, es en su barrio, Comité del Pueblo, donde construye su discurso. Tal como el propio Wilson me confesó en medio de un desayuno de cerveza tibia y resaca ardiente, los tendederos de ropa llenos de marcas falsetas y colores chillones, su pubertad como panadero donde “pintaba el pan” con una brocha marca Wilson para ganarse unos sucres, las vecinas ricas que no paran bola, esos héroes del fin de semana como El Trompeta, Ichi, La Catira, Monstruito y otros próceres de la sabrosura, son el núcleo de su obra.
Cuando estén frente a un cuadro de Paccha, olvídense de las vicharangas VIP, nutrias y cíclopes retratados, que ese bestiario tragicómico no es lo importante en el artista, el verdadero discurso está tatuado en y por su barrio, atravesado por una singular poética gamín y contestaría, desde el usar marcos tipo coloniales con pan de oro falso para sus cuadros, esa particular fábula de sí mismo -todo en Paccha es un eterno performance– hasta los títulos de su obra, como ‘El Selenita’ no toma ginseng, come dulcamara, Los papilovers también lloramos, Leporinus Tremens o Huicho y Mama Lucha de conquista.
Paccha usa y abusa de los íconos de la cultura pop, es un panclasta nato que con su furia construye identidades que nos permiten aguantar lo cotidiano sin negar la historicidad.