En la película ‘Bajo el fuego’, de Roger Spottiswoode, los somocistas decían con recurrencia, como si se tratara de un insulto, que la revolución nicaragüense era “una revolución de poetas”. Equivocados no estuvieron. La escritora Gioconda Belli escribió en el 2015, para el diario El País, que “sin Ernesto Cardenal y sin (el músico) Carlos Mejía Godoy la Revolución Sandinista no habría tomado el poder”.
El 17 de febrero se hizo pública la decisión del papa Francisco de levantar la suspensión ‘a divinis’ que pesaba desde 1984 sobre el poeta y sacerdote nicaragüense Ernesto Cardenal, una de las voces más preclaras y comprometidas de la poesía contemporánea. Dicha suspensión, dictada por el pontífice de entonces, Juan Pablo II, prohíbe al sacerdote objeto de la sanción ejercer sus funciones pastorales, incluida la de decir misa.
En casi 200 años, la literatura sobre Simón Bolívar ha configurado la imagen de un militar, político y periodista que ha sido villano, héroe, casi santo y, en algunas veces, un tirano. Su revolución ha sido tachada como una alineación con la naciente burguesía latinoamericana del siglo XIX. También como un acto en contra de la tiranía española. Entre los más modernistas, como lo asegura el historiador John Lynch, a él se lo mira como el reformista que aseguró un cambio político, pero que dejó intacta la herencia colonial.