Por Cristián Warnken
El Mercurio de Chile, GDA
Una muñeca gigante, movida por un sistema de poleas y de mirada inquietante, cruza una esquina de la ciudad. De pronto, el silencio de la multitud se transforma en un “oh” coreado por miles de voces, una exclamación que viene de adentro, diferente de los gritos de esas mismas multitudes en los estadios.
Como si el alma de esa masa de anónimos por primera vez hablara, y se hiciera sentir después de mucho tiempo en que hubiera estado callada o gritando frases vacías, consignas comerciales, enfervorizados gritos deportivos.
Este “oh” multitudinario es un “oh” puro, genuino, no el efecto de una manipulación de masas más, a las que estamos acostumbrados. Pasó hace 3 años.
Estos días la Muñeca ha vuelto, y millones de niños y adultos esperan tocarla con los ojos, como cuando una Virgen milagrosa pasa en procesión.
Santiago ya no es un pueblo, sino una megápolis que ha perdido parte de su inocencia. La mayoría de los santiaguinos ha perdido ese brillo en los ojos que tenían antes, extraviados como sombras en esquinas ruidosas y agresivas.
Pero la Muñeca ha venido a despertar en nosotros a los aldeanos crédulos que fuimos alguna vez. Algo en ella ha hecho bajar a las calles ?de la ciudad, sin miedo ni sospecha, a millones. Volvió a traer a las calles a aquellos que prefirieron quedarse en sus casas por décadas, pegados al televisor hipnótico. Pero, ¿por qué bajaron también a la ciudad miles de jóvenes acostumbrados a efectos y realidades virtuales mucho más sofisticados y sorprendentes que las poleas de una muñeca?
La respuesta es simple y me la dieron varios jóvenes del Chile 2.0, del Chile de los iPod, a los que uno podría pensar solo se podría cautivar con hologramas o efectos especiales en salas 3D. Primero fue el hijo de una amiga que me dijo: “Puro Amor, eso es lo que mueve a la Muñeca”.
“¿Amor? -me dije-. ¿Esa palabra gastada, clisé, olvidada, como salida de un libro de autoayuda barato, y no de la boca de un adolescente de estos tiempos de cinismo y puro cálculo, tiempo de ‘cool’ y ‘freaks’?”.
Pero la suya fue solo la primera de una unánime respuesta de todos los de su edad a los que pregunté. “Sí, nos desenchufamos de nuestros computadores e hipersupercelulares, para ir a recibir el amor puro e inocente, arremolinados como niños huérfanos en torno al único cuento que queríamos escuchar, pero que nadie nos había querido contar de verdad hasta ahora, el cuento de un amor sin cálculo ni miedo ni sospecha, un amor que bajó como en un sueño en la mirada clemente, pura, como de otro mundo, de una muñeca gigante de madera”.