La Constitución dispone: “Los órganos de la Función Judicial gozarán de independencia interna y externa”. También dice: “La potestad de administrar justicia emana del pueblo”, declaración de la que nace la legitimidad democrática del juez, en cuanto actúa en representación de la voluntad general, expresada en la ley. El juez no debe estar sometido sino a la ley. A fin de que tenga independencia es necesario asegurar su permanencia en el cargo, de manera que no quede sujeto a la arbitrariedad de un órgano nominador ni a la discrecionalidad en la valoración de su comportamiento. La Constitución no asegura de manera explícita la estabilidad de los jueces, garantizando tan solo la carrera judicial.
En otros ordenamientos la disposición es más amplia y establecen que los jueces únicamente podrán ser removidos por justa causa, siguiéndose la tradición anglosajona que condiciona la permanencia del juez a su buena conducta. Sin seguridad no hay lo que se llama independencia interna, a la que acompaña la externa y que viene de la teoría clásica de la división de poderes.
La función judicial no puede estar subordinada a los poderes políticos de las otras funciones del Estado. Requiere estar blindada contra toda injerencia en la administración de justicia, venga de adentro o de afuera.
Estos presupuestos del Estado de Derecho no se respetan en el Ecuador, a pesar de los mandatos constitucionales que en esta materia, como en otras, se acatan, pero no se cumplen. Por información aparecida en este Diario conocemos que los jueces de Quito han denunciado que son presionados por funcionarios públicos, asesores ministeriales y delegados de organismos de control. Pronunciamiento que coincide con los procedentes de otras fuentes y que se concretan en sentencias claramente favorables a los intereses de las instituciones públicas. Litigar contra el Estado en nuestro país es tarea de titanes. Los tribunales de lo contencioso-administrativo están abarrotados de demandas, diligencias y papeles. Un juicio en esas cortes toma años y la calidad de los fallos es cada vez más mediocre.
Algo similar sucede en los tribunales fiscales, a los que recurre el contribuyente en busca de amparo frente a los abusos de la autoridad tributaria. La independencia de la función judicial no es solo una garantía orgánica, sino que opera para proteger a los ciudadanos, su derecho a una tutela judicial efectiva, al debido proceso y al pronto despacho de las causas.
Un gobierno como el actual, tan opuesto al régimen alternativo del arbitraje, que se viene demostrando más ágil y confiable que la justicia ordinaria, debería empeñarse en modernizar y profesionalizar la administración de justicia, para que sea real el Estado de Derecho, como hoy se llama, y para que la Constitución no pase de ser la lectura oficial en los discursos.