La campaña de las últimas semanas, principalmente en la provincia del Guayas, debiera ser suficiente motivo para que no exista la obligatoriedad de votar. Salvo para la Contraloría y los organismos que vigilan el uso de fondos electorales, no es posible aceptar el descomunal despliegue publicitario de los candidatos a las distintas funciones. Estarán convencidos estos “veedores” que nos encontramos en una reñida competencia donde no es posible controlar el exceso y la ilegalidad. Simplemente explicarán, son gastos de legitima publicidad y pago a operarios contratados. Por lo tanto, es imposible admitir que son adelantos a futuros servicios que se prestarán después del triunfo. Un ejemplo se dio entre el 3 y 4 de enero en el Puente de la Unidad Nacional cuando en menos de 24 horas se retiró una avalancha publicitaria. Los controladores o los publicitas-deben haberse dado cuenta de que el exceso por más colorín que acumule asfixia, aturde y puede que no convenza. Ni siquiera el hecho de que no cuentan con opositor, pues sus aparentes rivales son parte del entuerto para ejercer el poder regional y si se aplican, el nacional después. En estas condiciones sostener que el voto obligatorio es parte de la democracia es ultrajante.
Seria de sanidad pública que el pueblo al que saludan constantemente se le advierta que la campaña 2023 y otras en el pasado han sido una continuidad de la navidad, el fin de año y la rosca de reyes. Es muy peligroso que unas elecciones regionales sin designaciones de candidaturas secretas y previas, sin partidos políticos, ni ciudades concientizadas de los problemas sea obligada a sufragar. Es como votar durante una dictadura donde se sabe quién ganará, pero abstenerse suele ser peligroso. Es posible que los publicitas aleguen el caso chileno donde se consulta el paso del voto optativo al obligatorio. Desconocen la historia y la necesidad estructural para superar el texto de 1980 impuesto por la dictadura de Pinochet.