“La guerra rasga, desgarra. La guerra rompe, destripa… abrasa… desmiembra. La guerra arruina”. Espanto de vivir y de morir. Inmolación e inermidad. Elem Klimov (1933-2003) dirige Ven y mira, la “mejor película de la historia”, según renombrados críticos. Vivisección de los escombros en las aldeas calcinadas por el flagelo del fascismo nazi en Bielorrusia. Klimov nos lleva a los meandros ocultos del demencial exterminio. Flyora Gaishun, un niño de 14 años, es su testigo; parecería que sus ojos desorbitados revelan el miedo que produce, pero es el propio miedo el que nos mira y nos subyuga.
Flyora busca un fusil. Entregarlo a los partisanos bielorrusos y juntarse a ese movimiento para combatir el nazismo es su sueño de niño hombre. Lo alcanza a un costo atroz: la matanza de su familia y amigos. Klimov se regodea en el uso del primer plano. Sostenerlo en el tiempo es el artilugio que urde la desolación de Ven y mira y que le sirve para cautivar al espectador.
Hay cintas que llevan a sonreír o reír viendo la muerte caricaturizada. En Ven y mira (1985) la muerte es apocalíptica y muestra todo el despiadado esplendor de la guerra. La guerra –enseña Klimov a través de Flyora y Glasha (la muchacha que por azar cruza su camino)– nunca da, solo arrebata. Travesía a las tinieblas más crueles y sórdidas de la guerra; Klimov sosiega a ratos las turbulencias de su filme, pero de inmediato las expone más virulentas.
Una neblina roñosa arropa los postreros sucesos de la película. Bajo ese manto se muestra cómo goza con su sevicia la soldadesca nazi y el espanto de los rendidos. Introducidos en el epílogo, truenan fragmentos de los campos de concentración, fastuosos desfiles hitlerianos, millares de rostros de todas las edades irradiando regocijo al ver a su bárbaro caudillo: es el tributo que busca la obscena egomanía de los autócratas.
“Vi cuando el Cordero abrió uno de los sellos, y oí a uno de los cuatro seres vivientes decir como con voz de trueno: Ven y mira”.