Hace 100 años, un 1 de diciembre, murió Federico González Suárez. Sus vocaciones mayores fueron la religiosa y la intelectual. En ambas, navegó por aguas turbulentas. A pesar de no haber buscado dignidades eclesiásticas, ejerció la más altas, primero como Obispo de Ibarra y después, como Arzobispo de Quito; y las ejerció con gran talento y firmeza en años críticos para las relaciones entre la Iglesia y el Estado, durante la revolución liberal.
Innumerables cualidades se pueden valorar en González Suárez. Dos de ellas me impresionan más que otras: su independencia y la honradez intelectual. Ambas tan raras en la última década.
Con frecuencia se califica como una teocracia los años de dominio político de García Moreno. Sin embargo, el clero terminó en esta etapa bajo tutela del Estado. “La Iglesia católica no estaba destinada a inspirar un Estado clerical; ella fue en realidad instrumento de un proyecto nacional con miras a las consolidación del Estado”, concluyen Marie-Danielle Demélas e Yves Saint-Geours, en su libro “Jerusalén y Babilonia”.
A la muerte de García Moreno en 1875, González Suárez, que tenía 31 años de edad, pronunció el discurso fúnebre en la Catedral de Cuenca. Esa intervención provocó reacciones furibundas entre sus partidarios, para quienes el sacerdote no había elogiado lo suficiente al presidente asesinado. González Suárez declara en su discurso que no perteneció a su partido político y no deja de mencionar que el mandatario tuvo defectos notables. Después, en sus dignidades eclesiásticas, sobre todo desde 1906 hasta su muerte, mostraría como Arzobispo de Quito su entereza al defender la doctrina católica y no permitir su instrumentalización en beneficio de conservadores ni de liberales. Por ello fue blanco de ataques de unos y otros.
La independencia y dignidad intelectual se muestran en su posición ante las diatribas que le dirigen por el volumen IV de su “Historia General del Ecuador”, en el cual narra la descomposición del clero en la Colonia. Ese volumen apareció al mismo tiempo de su elección como Obispo. Fue denunciado en Roma, se tachó la obra de inmoral y se pidió incluirla en el “Índice” de libros prohibidos.
El cardenal Rampolla, secretario de Estado vaticano, le ordenó una retractación, en la que, entre otros mea culpa, debía aseverar que si hubiese previsto el escándalo causado, no habría publicado el volumen IV. El mayor historiador ecuatoriano era consciente de que se le exigía declarar “que no había sabido lo que hacía al escribir”. Se negó, pues, a contradecirse. En sus “Memorias íntimas”, confiesa que no creía lícito ni justo deshonrarse por la mitra de Obispo.
González Suárez se dirigió a León XIII. El Papa “encontró justas y bien fundadas en razón las excusas” para rechazar la retractación.