Henry Kissinger, ex secretario de Estado de los Estados Unidos, dijo que Israel en realidad no tiene política exterior, sólo política interna. Pero lo mismo puede decirse de Estados Unidos, particularmente en relación con el conflicto entre Israel y Palestina.
Todos los presidentes estadounidenses que intentaron resolver el conflicto se encontraron con obstáculos políticos internos inmensos, incluso insuperables. Con la reciente decisión de reconocer a Jerusalén como capital de Israel, Donald Trump lleva esta tendencia al siguiente nivel, aunque puede ser que el resultado sólo sea más estancamiento.
La declaración de Trump sobre Jerusalén es la última manifestación de la búsqueda de legitimidad interna de este presidente improbable, por la que prácticamente se ha obsesionado con cumplir sus promesas de campaña más extremas y contraproducentes.
Pero las acciones de Trump tienen implicaciones diplomáticas más amplias, que parece incapaz de calcular. Obviamente, la declaración de Trump fue recibida con furia por los palestinos, cuyo presidente Mahmoud Abbas aseguró que “a partir de ahora” no aceptará que Estados Unidos tenga “ningún papel” en el proceso de paz, e incluso pidió que el mundo reconsidere el reconocimiento de Israel.
En tanto, las potencias antiestadounidenses (Hezbollah, Irán, Rusia y Turquía) aprovecharon la polémica decisión de Trump como una oportunidad para mejorar su propia influencia regional, a costa de Estados Unidos y sus aliados.
Esperan posicionarse como adalides de una gran causa árabe y musulmana, supuestamente traicionada por la endeble reacción de los nuevos amigos árabes de Israel, en particular Arabia Saudita.
Pero esta respuesta contra EE.UU. no ayudará a los palestinos. La furia no es una estrategia (algo que los palestinos ya aprendieron del peor modo en el pasado). Pese a estar desmoralizadas por años de vanos “procesos de paz”, las masas palestinas no están de humor para una tercera intifada. Y culpan por sus padecimientos no sólo al ocupante, sino también a su propia dirigencia, no elegida y totalmente impopular, que no les ofrece un sentido de dirección ni objetivos alcanzables.
Tampoco ha ayudado mucho al pueblo palestino la retórica incendiaria de sus simpatizantes árabes. La declaración de Trump sobre Jerusalén no es “el comienzo del fin de Israel”, como prometió Hassan Nasrallah, líder de Hezbollah, la milicia que en este momento sólo trata de distraer la atención de su vergonzosa guerra en apoyo del régimen genocida de Bashar al-Assad en Siria. En cuanto a Irán (el patrono de Hezbollah), el apoyo que prometió a las “Fuerzas Islámicas de Resistencia” palestinas es sólo una nueva muestra de la vieja política iraní de búsqueda de hegemonía regional, que viene de mucho antes de la declaración de Trump.