Las caras largas que muestran los perdedores de una elección se han multiplicado luego del 5-F. Pero hay más: he advertido en algunas personas un aire de tragedia, como si estuviéramos condenados a emprender, mañana mismo, el camino de Venezuela o Cuba.
No es así. No nos dejemos ganar por la angustia o la desesperación. Para saber cómo debemos proceder hay que dar a los hechos, y a sus consecuencias, su exacta dimensión.
Es evidente que la revolución ciudadana obtuvo un triunfo importante. Pero es también evidente que las circunstancias le fueron especialmente favorables. La indolencia, por no decir la torpeza de sus adversarios creó el ambiente propicio para el éxito electoral; y el clima político, en que el gobierno aparecía como el ideal chivo expiatorio, le facilitó las cosas.
Pero en realidad, salvo casos excepcionales (alcaldía de Guayaquil, prefectura de Manabí), en el que se suman otros factores, los triunfos relevantes (alcaldía de Quito, prefectura del Azuay), se obtienen con porcentajes apenas superiores al veinte por ciento y a corta distancia de los seguidores. Y si tomamos en cuenta los votos nulos y en blanco, la “victoria” pierde buena parte de su dimensión.
Así pues, se puede concluir que el voto duro de la revolución ciudadana se mantiene entre el veinte y cinco y el treinta por ciento. Es un voto disciplinado, cuya preocupación fundamental es conocer cuál es el candidato promocionado por el líder, como aparece claramente en la propaganda electoral.
En definitiva el país no votó mayoritariamente por los candidatos de la revolución ciudadana; el voto mayoritario estuvo en el campo contrario y estos son los datos fundamentales que debe manejar la ciudadanía. Y con esa convicción mirar el futuro.
Si la euforia del triunfo les lleva a los que sabemos a impulsar una elección general próxima, sin importarles las prohibiciones constitucionales, habrá que advertirles con el Quijote “tate, tate, folloncicos”.