Ha pasado un año desde que la señora Sandra Zavala y dos de sus hijos fueron muertos con lanzas tagaeri-taromenani, en Unión 2000, una comunidad campesina en la frontera agrícola del tan mentado, y supuestamente defendido, parque nacional Yasuní.
Todavía están frescas en mi memoria las imágenes de desolación del deudo; la mirada tierna y asustada de los dos pequeños hijos que lograron huir; la voz entrecortada del niño, que, en monosílabos, intentaba explicar el ataque; la alegría cuando milagrosamente apareció el niño que se llevaron los atacantes y que sobrevivió oculto en un hoyo, desnudo y cobijado por hojas del monte; la confusión de los días posteriores y los ofrecimientos.
El polvo del camino lo ha borrado casi todo y el viento ha traído consigo, por estas tierras, todo tipo de rumores y leyendas, de versiones alimentadas por la desinformación, el desconocimiento que han ido creciendo como bolas de nieve hasta el infinito. ¡La imaginación también es de todos!
Sacudiendo un poco ese polvo que parece haberse asentado con el tiempo, se puede ver una sociedad impávida e indiferente, una justicia temerosa de actuar.
Se ve también un Estado incapaz de dar respuestas y la sensación de que cualquier día de estos habrá otra tragedia que se cubrirá con los mismos polvos del tiempo, con la indiferencia, con el desconcierto, con el silencio profundo de quienes dicen defender la selva.
Mientras unos festejan un fideicomiso para dejar de explotar un bloque petrolero (un fideicomiso que a la vez aclara que si no se consigue todo el dinero se devolverá a los donantes lo que hayan dado).
Mientras se avecina una ola de nuevas explotaciones en lo poco que queda del Parque Yasuní y en todos sus alrededores a cuenta de que somos mendigos sentados en sacos de oro venidos de los barriles petrolero.
Mientras se elevan consignas de defensa de la vida en sendos foros internacionales; acá reposan, en calidad de cosa inservible, las únicas evidencias de la existencia de unos pueblos acosados a quienes los llaman ahora “libres”.
Dicen que la justicia tarda, pero llega.
Acá, donde parece que el tiempo se detiene, las posibilidades parecen aún más lejanas: no puede haber justicia si, sistemáticamente, se niega la existencia del otro; no puede haber justicia si se busca culpables; no puede haber justicia si se continúa pisoteando territorio ajeno.
Dicen que la justicia tarda, pero llega.
Acá la estamos esperando y con los brazos abiertos.
Esperamos, todavía algunos, con fe y confianza, que se den respuestas a los campesinos y a los colonos y que la protección tanto hacia aquellos pueblos que se ocultan en la fronda, como a sus vecinos, entre algún día, en las complicadas agendas políticas del Yasuní.