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Quizás la descripción más acertada de las consecuencias nefastas de un Estado desbordado es la recogida en un artículo de opinión de un diario argentino, que le calza perfecto al derrumbe de la tasa de empleo formal que experimentamos ahora en Ecuador. En resumen, lo que se dice es que si el Gobierno no se desprende del exceso de personal, si no achican el Estado, el ajuste viene por el descenso de la contratación en el sector privado; y, no sólo eso, sino que empieza a surgir el fantasma del despido, con todas las secuelas desastrosas que implica. La ecuación es simple. Los recursos extraídos vía impuestos a los particulares se malgastan en subsidios mal orientados y en alimentar un pesado rol de pagos que absorbe inmisericordemente la caja de las empresas. Doble problema. Por una parte se le resta capacidad a que las compañías reinviertan, con lo que se reduce la posibilidad que demanden más mano de obra; y, por otra, se aminoran las posibilidades que el Estado destine lo recaudado a inversión. Esto s
upone que la obra pública se paraliza y lo poco que se ejecuta se lo hace a través de mecanismos que ahogan la liquidez de las compañías, cuando en las licitaciones que se convocan prevén que los pagos se realizarán a los 120 días de aprobadas las facturas, lo que en los hechos conduce a que desde el momento que se inician los trabajos hasta que el contratista reciba sus emolumentos, transcurrirá alrededor de medio año. ¿Quién se arriesga en esas condiciones? Allí hay terreno fértil para que prospere el ingreso al mercado de empresas foráneas que, a título de financiar obras, realizan trabajos de pacotilla, a precios exorbitantes, muchas veces con personal traído desde el exterior y con las secuelas de corrupción que se revelan cada día, que mantiene estupefacta a la población.
Esto destroza las posibilidades que el empleo se recupere. Y si no se corrige el problema de fondo, el tamaño paquidérmico del sector público, irresponsablemente llevado a niveles insostenibles por un modelo populista, predicado por quienes únicamente vieron los réditos políticos que semejante despilfarro les otorgaba, no habrá recuperación posible.
Los síntomas son evidentes. Más de la mitad de la población económicamente activa se encuentra excluida de un sistema que produzca una efectiva cohesión social. Es una verdadera vergüenza e inaceptable que no seamos capaces de realizar las enmiendas pertinentes para brindar oportunidades a los cientos de miles de jóvenes que miran el futuro con incertidumbre.
Y si esto fuera poco, se levantan voces que insisten que se incremente la carga tributaria desgastando la confianza, incapaces de observar el daño que se infringió al país cuando se denostaba en contra de los que arriesgan sus capitales y apuestan por esta nación, castigándolos con epítetos fuera de tono. O habrá que pensar que lo hicieron con toda la mala fe hasta conducirnos a este estado de degradación del que con grandes esfuerzos buscamos alejarnos.