Cada vez se hace más evidente e irrefutable que acá no hay política. Lo que existe (y todo el mundo lo sabe) es espectáculo. Les apuesto que jamás -al menos en el corto plazo- verán un debate sensato sobre la conveniencia o no del megahiperpresidencialismo o respecto de las bondades (o no) del sistema bicameral sobre el sistema unicameral. Y peor todavía verán un debate sobre cómo opera de verdad la maquinaria: bombear petróleo para construir obras, publicitarlas y luego refrendarlo todo en elecciones.
Es que, debidamente amaestrados por el poder, claro, suponemos que la política es el refinamiento del arte del insulto: admiramos y repetimos las anécdotas de los mejores ofensores -de los de hoy y de los de hace cuarenta años- nos divertimos y de cierto modo nos enorgullecemos y agradecemos por el pasatiempo gratuito. Somos cómplices del sistema porque lo encomiamos, lo cebamos y lo mantenemos vivo. Nos negamos a ser ciudadanos y preferimos ser estadísticas y espectadores de la ópera bufa.
Es que, también debidamente adoctrinados, identificamos a la democracia con las elecciones. En otras palabras, el país es democrático porque los políticos han sido electos en las urnas y porque ellos mismos nos dan la graciosa oportunidad de votar (por ellos). No tenemos en cuenta -porque no es interesante, por supuesto- a los otros elementos de la democracia: la libertad de expresión (sin la cual no puede existir un Estado medianamente democrático) es pasto de unos cuantos ilusos, la propiedad privada es bandera de una parte del empresariado privado y los derechos humanos (desde la perspectiva del poder, por supuesto) es para los izquierdistas, seudoanalistas, marihuaneros y demás bohemios. No hace falta discutir sobre las libertades públicas, porque acá hay elecciones. No tiene sentido debatir sobre los derechos porque acá están las encuestas. La democracia es una urna custodiada por un soldado.
Es que, apropiadamente malacostumbrados, identificamos a la política con las obras públicas. Como si no fuera la obligación básica del poder llevar a cabo las obras más elementales: carreteras, puentes, escuelas, lo que ustedes me digan. Como si las obras fueran prebendas del poder a la ciudadanía, como si el poder no estaría obligado a explicar la pertinencia y la necesidad de las obras, sus costes, sus fuentes de financiamiento y su utilidad. También preferimos la opacidad (siempre fuente de intrigas) a la transparencia, el cemento a los derechos, el hormigón armado a las libertades.
Y claro -para los que quieran acompañarme en este espiral depresivo- el espectáculo blinda sus raíces y sus estructuras: no se ve en el horizonte ni el germen de un país democrático, la tolerancia se fosiliza, el sentido común se bate en retirada y solo nos quedan la genuflexión y el agache de lomo. Admiren la obra y hagan el favor de cerrar la boca.