Hace muchos años, las autoridaes declararon símbolos del magisterio ecuatoriano a Juan Montalvo, Federico González Suárez, Víctor Manuel Peñaherrera y Luis Felipe Borja. Luego añadieron al santo hermano Miguel y recientemente a Alfredo Pérez Guerrero. Se declaró “Día del maestro” al 13 de abril, porque en ese día de 1832 había nacido Montalvo y González Suárez lo hizo el 12 de abril de 1844.
Juan Montalvo es quizá nuestro mayor maestro del idioma, aunque nunca dio clases, ni hubiera podido hacerlo dada su manera de ser. González Suárez si fue profesor en su juventud, pero fue su obra histórica la que lo convirtió en refente de nuestra educación y cultura. Peñaherrera y Borja fueron notables juristas y maestros de Derecho en la universidad y no enseñaron a los niños. El hermano Miguel sí se dedicó al magisterio primario toda la vida, dio clases, escribió textos y orientó a los profesores en sus tareas diarias. Pérez Guerrero fue también jurista y su aporte a la universidad y a la educación cívica de los jóvenes fue enorme.
Las nominaciones de esas personas son muy justas, pero resulta escandaloso que todos sean hombres, cuando en el magisterio, desde hace más de un siglo, se han destacado las mujeres. Ya en el siglo XIX había instructoras de niñas y con el paso del tiempo el número de profesoras fue creciendo. Con la Revolución Liberal se establecieron los normales femeninos que, pese a la oposición del clero, crecieron y formaron generaciones de maestras que se convirtieron en la columna vertebral de la educación ecuatoriana.
María Angélica Idrovo y Rita Lecumberri son dos de los innumerables ejemplos de buenas maestras que se convirtieron en símbolos de la educación nacional, laica y patriótica. Pero quizá más representativas son las maestras normalistas anónimas que, viniendo de raíces populares modestas, ya graduadas, comenzaron sus carreras en los más alejados pueblitos y enseñaron a los niños con entrega ejemplar. ¿No merecen ser declaradas símbolos del magisterio ecuatoriano?