Las reinas que habitualmente se eligen en nuestras ciudades siguen siendo fuertemente cuestionadas por un movimiento feminista que, al luchar por la igualdad, procura la erradicación de toda expresión cultural que reduzca a la mujer a objeto. Y claro: ¿por qué se eligen ‘reinas’ en las urbes o ligas barriales o entidades, y no se eligen reyes? ¿No hay algo de bárbaro en un desfile de señoritas -porque además deben ser eso, señoritas, no señoras- para escoger una?
Sin embargo, hay matices. La costumbre de las reinas tiene un antecedente indígena en las ñustas, las princesas incas que se elegían para, por ejemplo, la Fiesta de la Pachamama. En el sincretismo que todo lo mezcló para tranquilizar a los vencidos, se mantuvo la costumbre de las ñustas, que en el universo de los mestizos se convirtieron en ‘reinas’, con la carga regia que esa palabra tiene para los occidentales: una trasnacional saca dividendos por su línea de princesas, asociadas al estereotipo de belleza.
Por eso, la Reina de Quito y otras elecciones nunca fueron un concurso de belleza, como el de las ‘misses’, que incluye trajes de baño. Acá siempre fue una mezcla de imagen y de valores quiteños, se busca una representante de la vocación solidaria de los capitalinos (aunque estaba atado a una visión asistencialista, como las funciones de la Primera Dama). El objetivo de las candidatas no ha sido ser la más bella de la ciudad sino tener espacio para ayudar.
Por eso, las reinas de las ciudades eran mucho más influyentes, queridas y respetadas que las misses. Antaño, incluso la gente votaba por su candidata, en una legitimación de representación que ya quisieran los políticos. No son, pues, simples objetos. Una Reina emplazó a la dictadura de los 70 y obligó a los militares a entregar fondos prometidos.
Los tiempos han cambiado y la Reina ya no recibe un auto para trabajar: eso era impensable hace solo una década. Eso obliga a la Reina a esforzarse el doble para demostrar que aún tiene un papel válido en nuestra ciudad.