Mi primera clase como profesor en el Colegio de Jurisprudencia de la USFQ fue en el año 1998; llegué por invitación de su primer decano Fabián Corral. Había escuchado muchas cosas, no siempre buenas de la USFQ y de Santiago Gangotena, uno de sus fundadores. Descubrí pronto que las críticas eran por desconocimiento. Los profesores gozaban de absoluta libertad de cátedra, todos se trataban de forma cercana y cordial, se habían eliminado los títulos, el tú se había impuesto. Los estudiantes eran diversos, distintos a los que había conocido, eran de tiempo completo, no solo cursaban materias jurídicas, sino que recibían una educación en las “artes liberales”; inquietos, veían más allá de las normas, les preocupaban los porqués.
Al poco tiempo conocí a Santiago. La primera vez que le escuché de forma directa criticó a los abogados, su padre había sido uno. Al principio me sorprendió, incluso me molestó, pero se volvía obvio que lo hacía por irreverente, atacaba a los convencionalismos y la rigidez. Siempre al límite, incluso podía llegar a ser ofensivo porque sus palabras podían ir más allá de sus intenciones.
Muchas veces estuve en desacuerdo con él. Inevitable. Polémico, genial, no dejaba de decir lo que pensaba, no se preocupaba por ser “políticamente correcto”; pero, discrepancias al margen, era imposible desconocer la trascendencia e importancia de lo que había hecho con la Universidad que fundó; transformó la educación universitaria del país y, gracias a ese espacio, vivimos en un verdadero ambiente universitario, porque la USFQ era y es un lugar para dudar, enseñar, aprender e investigar.
Cito las palabras de una de sus columnas, que la reprodujo muchas veces: “La universidad es la maestra que abre la puerta de la sabiduría. El soporte de la tolerancia. La buscadora del balance de los opuestos. La protectora de las ideas del amor, la intelectualidad, los sentimientos, la espiritualidad, la verdad”.
Este es el legado de Santiago que se debe defender: una educación en libertad.