A inicios de octubre de 2002 ocurrió algo inpedito: el candidato del Partido de los Trabajadores de Brasil (PT) quedó en primer lugar en la primera vuelta de la elección presidencial y era evidente que ganaría la segunda vuelta.
Eso fue un balde de agua fría para los mercados financieros internacionales que, al unísono, deben haber pensado algo así como “oh, no, otro populista de izquierda gobernando otro país latinoamericano y destrozando su economía“. El riesgo país del Brasil empezó a subir y, dado que el país es un gigante económico, el sacudón contagió a muchos mercados financieros en el mundo.
La preocupación de los inversionistas era justificada. En las dos décadas anteriores, más de un populista latinoamericano había destrozado la economía de su país, feriándose sus reservas, disparando el gasto y sobreendeudando a su gobierno a niveles que volvían impagable su deuda externa.
Pero Lula, ese candidato del PT que en su cuarto intento había ganado la primera vuelta electoral, hizo algo inesperado: anunció que iba a manejar responsablemente las finanzas públicas, que planeaba honrar hasta el último centavo de su deuda pública y que buscaría mantener una cercana relación con el Fondo Monetario. Y eso lo dijo en plena campaña para la segunda vuelta electoral, sin preocuparse por los votos que podría perder de extremistas de izquierda que podrían haberlo criticado como “pro-imperialista” o algún otro absurdo de ese estilo.
Los mercados financieros internacionales se tranquilizaron, Lula se convirtió en presidente y la economía brasileña se manejó con sensatez durante sus dos períodos de gobierno. Fiel a su compromiso social, Lula ayudó a los más pobres y, sobre todo, nunca los condenó a vivir en una economía fallida. Desde esa fecha, el riesgo país del Brasil se ha mantenido bajo.