El problema de fondo que Francisco I deberá enfrentar durante su papado no son los casos irresueltos de pedofilia o la aparente malversación de fondos del Banco del Vaticano. El nuevo Papa resolverá con éxito esos temas pendientes porque está determinado a hacerlo y también porque todo el mundo civilizado -creyente y no creyente- le apoyará para que ello ocurra.
El verdadero reto que Francisco deberá enfrentar será el de guiar a la Iglesia Católica por los meandros de una sociedad radicalmente secular y, por tanto, acostumbrada a dictar sus propios códigos de conducta en vez de aceptar que un cura le diga cómo comportarse, aunque lo haga en nombre de Dios o de algún mandato divino.
La dificultad central del papa Francisco -y del cristianismo, en general- será, por tanto, conciliar el deseo de autonomía moral, cada vez más latente en las sociedades modernas, con la fe católica que funciona a base de dogmas y mandamientos supuestamente incontrovertibles.
El rasgo más importante de la cultura moderna es que cada uno de nosotros queremos hacernos responsables de nuestros actos. Nos gusta forjar nuestro propio destino a base de decisiones libres y racionales. Utilizamos esa libertad individual para construir el sueño que anhelamos y que nos definirá como personas únicas e irrepetibles. En una palabra, buscamos vivir como creamos conveniente, siempre y cuando ese modo de vida no perjudique a los demás.
Pero este tipo de laxitud no es permitida por el credo católico. Hay reglas, leyes, mandamientos e incluso verdades metafísicas que, según los creyentes, nadie tiene derecho a desobedecer. No sólo me refiero a los temas más visibles -como el matrimonio gay o la planificación familiar- donde la Iglesia Católica ha entrado en contradicción con una porción enorme de la humanidad, sino también a aquellos aspectos más abstrusos, como la defensa a ultranza de la virginidad de María, que en vez de promover un sano ecumenismo, ha radicalizado las posturas entre creyentes.
El dilema de la Iglesia Católica es serio porque si decidiera relajar o dejar de lado algunos de aquellos mandatos -que, según ella, tienen un origen divino- podría poner en riesgo el andamiaje de dogmas sobre el que se construye su fe. Y, de otro lado, si insiste en no revisar sus posturas arcaicas podría quedarse sin fieles que pastorear.
El dilema es aún más serio si consideramos que esta era secular nos ha llevado a un peligroso nihilismo: como ahora las personas somos responsables de nuestros actos, entonces nos creemos en capacidad de decidir cuáles aspectos de la vida valen la pena y cuáles no. En demasiados casos, muchos han concluido que ninguna faceta de la vida es valiosa, que ninguna causa es justa y que todo es una simple pérdida de tiempo.