Uno de los significados del diccionario de la lengua española respecto a las reglas dice: «aquello que ha de cumplirse por estar convenido por una colectividad». Todos imaginamos que no habría deporte, competencia o juego, sin observancia y acatamiento a las reglas. Sea el futbol, el baloncesto, el atletismo o los juegos de mesa como el ajedrez. Lo mismo sucede con el orden político de una sociedad. Sin el respeto a las reglas del juego de la democracia, no es posible construir instituciones y perfeccionar la convivencia, la legitimidad y la gobernanza.
Las reglas de la democracia establecen lo permitido y lo no admitido. Los límites de lo aceptado o de lo que no debe hacerse. El conjunto de las mismas configura un mínimo indispensable para la convivencia y la legitimidad. Hacer movimientos no admitidos en el ajedrez, equivale a patear el tablero. Burlar lo convenido y escamotear extendiendo o acomodando los procedimientos, constituye algo parecido a apalear y demoler la democracia.
El respeto a los preceptos, la observancia a los procedimientos, el evadir o soslayar lo fijado y establecido, el transgredir al antojo de cada quien, no sólo corroe la débil democracia, sino que carcome y destruye sus endebles instituciones.
La tragedia de nuestra política es transgredir y acondicionar las reglas a los pequeños intereses. Si no se respeta la legalidad, la regla de la mayoría, el respeto a las minorías, la transparencia, la pluralidad, la tolerancia, los límites del poder, la posibilidad de consentir y de disentir, los mecanismos para dirimir los conflictos y zanjar los bloqueos y broncas, la democracia y sus instituciones serán la deriva, la frustración y la lejanía.
Cuando se aprenda a respetar el trazado de la cancha y actuar dentro de las reglas, sólo desde ahí, se estará labrando una convivencia racional y construyendo democracia; si se continúa saltando las normas en un juego sucio de trampas, estaremos condenados a las turbulencias del fracaso que devoran la democracia que no alcanzamos.