Como a muchos quiteños y quiteñas, a mi esposa y a mí, nos gusta caminar por las viejas calles de Quito. No lo habíamos hecho desde la pandemia. Era un paseo obligado mostrar con no poco orgullo el caso histórico a algún amigo extranjero venía al país.
Sin ese pretexto, los días de navidad fuimos “al centro” a dar una vuelta, siendo testigos de un enorme deterioro. Desorden, suciedad, inseguridad. Sentimos retroceso.
Pero, los ánimos se fueron más abajo, al salir caminando del casco colonial, desde la “Licuadora” y el Banco Central hacia el norte, donde se iniciaba el Quito moderno de los años 60 y 70. Esos edificios que en su momento eran reflejo de adelanto y prosperidad, se los ve abandonados, derruidos. Algunos pisos albergan bodegas, en otros nadie habita. A un costado de la Alameda, cerca del Churo, donde funcionaban algunas oficinas del Banco Central y consultorios profesionales, son verdaderas cuevas inmundas. No solo nos vino una sensación de desamparo y deterioro, sino de descomposición.
Más-menos, este abandono avanza hacia el norte, kilómetro tras kilómetro, de la ex floreciente avenida 10 de Agosto. Tal deterioro y descomposición es una muestra de lo que le pasa a la ciudad en su conjunto, con la excepción de los barrios ricos, los centros comerciales y el valle de Cumbayá, donde las poderosas élites han concentrado su vida y han creado para ellas un entorno radiante y moderno.
¿Qué nos pasó para llegar a semejante punto? Son múltiples causas. Unas las vemos, otras no queremos ni soportamos verlas y otras no tenemos la capacidad de entenderlas. Hay que abrir un debate sobre este tema.
Por el momento plantearé tres probables causas: Quito no tiene líderes que den la talla para proponer un proyecto de ciudad ni para resolver sus problemas; Quito no dispone de una ciudadanía sólida que construya liderazgos democráticos y eficientes; Quito dispone de élites concentradas en sus intereses particulares sin compromiso con el bien común. ¡Fregados!