“Un Quito remozado, con su centro histórico brillando como una joya, recuperadas sus calles y plazas, sin rastro del comercio informal que antes las asolaba, relucientes sus cúpulas y pintadas sus fachadas”, así es cómo la capital celebró en 2003 los 25 años de la declaratoria como Patrimonio Mundial y lo decía este columnista en un artículo que escribió como concejal en aquella época.
Hoy, 15 años más tarde, la conmemoración de la declaratoria realizada por la Unesco el 8 de septiembre de 1978, no tiene unos tonos tan encendidos. Se ha avanzado, lenta y a veces contradictoriamente en la conservación y restauración de iglesias, conventos y edificios, pero da grima pensar que el actual Instituto Metropolitano de Patrimonio tenga un presupuesto de 25 millones de dólares, cuando el Fonsal hace tres lustros tenía entre 70 y 100 millones por año. Y, ojo, no se sume a esa cantidad lo que invierten las otras empresas municipales: hace 15 también lo hicieron, e incluso más, porque algunas ya han desaparecido como la Empresa del Centro Histórico y Quito Vivienda, cuyos programas, de habérselos continuado, habrían ayudado a revertir la tendencia declinante de la población del centro, una vez hogar de 200.000 personas y hoy tal vez de la cuarta parte.
En estos 15 años transcurridos desde las bodas de plata a las de rubí estuvo la mano autoritaria de Rafael Correa, que dispuso echar abajo edificios que le molestaban y destinar casas a lo que él, en su infinita sabiduría, creía adecuado. Su coro de aduladores, empezando por el alcalde de su partido, pusieron pico y pala y abrieron plazuelas cual caries, solo por capricho, sin entender que una de las razones de la declaratoria de Patrimonio Mundial fue precisamente la traza urbana de Quito que había que preservar. No pudo destruirlo todo y allí está el antiguo Beaterio, medio abandonado, mientras las oficinas de las Naciones Unidas a las que dizque se iba a dedicar, no solo no fueron al centro histórico sino que se alejaron todo lo que pudieron, camino a Nayón. Y aquello de “sin rastro del comercio informal” suena a broma macabra, cuando en las calles del centro hoy pululan cientos de vendedores, por la crisis del desempleo, pero también por la falta de control de los últimos nueve años.
Sin embargo, allí está Quito en este verano de arupos rosados y tardes púrpuras, luciendo su belleza, que resiste a todo embustero, atracador, ignorante o pusilánime que quiera dominarla. Y si se la declaró Patrimonio Mundial, fue por la preservación del testimonio construido en siglos, a veces más por la larga pobreza que le sobrevino pero también por la conciencia de muchos de sus hijos que se volcaron a cuidarla, decisión que debemos renovar en estas horas bajas, jurando otra vez la fe en la ciudad, su belleza y su destino.