“Innumerables puertas:/ os contemplo otra vez desde las grietas piadosas de los tiempos”… Las puertas que vamos cerrando. Detrás de ellas siempre hallaremos jirones de nuestras vidas. Mediaban los 70 del siglo XX. La Galería Charpantier abrió sus puertas. Escritores, pintores, actores, músicos… fueron sus asiduos visitantes. Pablo, su dueño, tuvo la idea de reivindicar la guayusa, planta ancestral amazónica, cuya infusión servía en sendas jarras que eran apuradas con regocijo.
La noche de un jueves, Gilberto Almeida –uno de nuestros grandes artistas del siglo XX– se empeñó en pagar la cuenta del grupo que lo acompañaba, pero le faltó dinero. Para saldarla ofreció a Pablo que al día siguiente llevaría una obra nueva. La noticia se esparció tanto que la noche del viernes se colmó la galería.
Llegó el artista y, orgulloso, exhibió su obra. Perdido en azules, ocres y sienas, asomaba un personaje que parecía nómada de otros mundos; su mano escamosa entreabría, ¿o entrecerraba?, la hoja de una puerta desvencijada. Inerme, la extravagante criatura tenía, hacia delante y a sus espaldas, el vacío insondable de nuestro mundo, mientras su errabunda mirada revelaba la aflicción de toda despedida.
“Hasta mañana Pablo” fue bautizada la obra de Gilberto. Adquirida por un amigo en una subasta, supe que el maestro lo visitó varias veces y en todas quedaba absorto perdiéndose en su personaje sombrío como si fuera él mismo. A partir de esa puerta vino la incontable saga de portones del artista y una oleada de imitadores.
La obra de Almeida (su Andinismo, ejecutado en maderas, clavos, óleos, acrílicos, lápices…) está desperdigada en América y Europa. Marta Traba, Juan Acha, Damián Bayón, Aracy Amaral, José Luis Cuevas testimoniaron su admiración por su creación visual.
“¿Qué puerta es esa que se entreabre y chirría en la noche/ como si graznara el cuervo del último tejado?/ Yo no he llamado a nadie,/ yo no he pedido entrar en otro encierro”. No somos más que nuestras vidas.