En la mitología griega, Kairos es uno de los dioses del tiempo, que representa la oportunidad, el momento adecuado, la ocasión propicia para que “se dé” algo en términos de la circunstancia favorable. Está personificado en un joven de largos mechones pero de corona calva, que solo podía ser pillado en el instante preciso, siendo que una vez nos rebasaba era imposible asirlo. Allí radican los orígenes filosóficos de la “prudencia”, a ser concebida fenomenológicamente, es decir en el contexto del suceso.
Tres filósofos son referentes en la materia: Aristóteles, H. G. Gadamer y M. Heidegger.
El griego la conceptúa como disposición para deslizarse de manera apropiada respecto de lo bueno y conveniente para uno mismo. En Gadamer prudencia es una “virtud hermenéutica”, en tanto teoría – argumentativa – de aplicación, de la conjugación de lo general con lo individual. Por su lado, el alemán empareja el objeto de la prudencia con el “hacia qué del trato” de la vida humana consigo misma, y el “cómo” de esa armonía en su propio ser.
Dada su trascendencia académica, que no religiosa, hacemos notar que para el catolicismo la prudencia es una de las virtudes cardinales junto con la justicia, fortaleza y templanza. El Catecismo la identifica con la regla recta de la acción, tomando palabras de santo Tomás quien sigue a Aristóteles. Resaltamos en el hecho de que para tal prédica, la prudencia no cabe ser confundida – entre otros – con la doblez o la disimulación.
En su praxis, las personas vacías de solvencia ontológica, pero también intelectual, se presentan hipócritas sustentadas en una errada “prudéntica”. Es inadmisible que el ente – con el propósito de camuflar criterios – se abstenga de exponer su oposición a ese “algo” del actuar o decir de otro. No se trata, evidentemente, de herir susceptibilidades (lo cual es grosería) pero de no callar en lo que debe ser dicho.
La prudencia deja de ser tal, para pasar a ser fingimiento, cuando la justificación a la inhibición de decir o actuar es el solo disimulo y simulación.