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A través de décadas, en distintas latitudes de nuestra América Latina, hemos escuchado el frecuente llamado a impulsar, consolidar, defender e incluso perpetuar “el proyecto político”, un determinado conjunto de reivindicaciones, objetivos y procesos que alguna parte de la sociedad ha considerado o considera que debe imperar.
Hemos tenido, en todos nuestros países, proyectos políticos conservadores, liberales, marxista-leninistas, corporativistas, populistas, personalistas, algunos de ellos más, otros menos claros en sus ideales, premisas y propuestas. La mayoría de veces, esos “proyectos políticos” han representado la defensa de ciertos intereses de grupo y, casi por definición, el consecuente ataque a los de otro u otros grupos. Y con terrible frecuencia, en la propuesta y posterior defensa de esos “proyectos políticos” ha estado presente la desenfrenada pasión del dogmatismo, que engendra odios, desprecios, prisiones, destierros, revoluciones, guerras civiles, torturas y muertes.
Ninguno de nuestros países ha estado libre de las taras que acabo de enumerar. En uno tras otro de ellos, desde la fundación de nuestras repúblicas, han surgido los defensores de algún “único camino” a la justicia, a la riqueza, a la libertad, al bienestar. Y luego, los defensores de algún otro “único camino” han surgido en oposición, han salido a las calles, han señalado los fracasos de los que están en el poder. Y estos se han aferrado a él, convencidos de la superioridad de “su proyecto”, y han sobrevenido las descalificaciones, las acusaciones, las trifulcas, las confrontaciones, siempre en busca de desenlaces gana-pierde y la imposición de una sola y “correcta” manera de pensar y de actuar.
¿A qué nos ha conducido todo aquello? A que en nuestra parte del mundo aún hayan inmensos niveles de abuso de poder, corrupción, pobreza, desesperanza, violencia intra-familiar, violación de niñas por sus padres, tíos o hermanos. Realidades, en suma, por las cuales tenemos muchos motivos para sentir intensa vergüenza social.
Con toda esa penosa y frustrante experiencia, acumulada en los dos siglos desde que nuestras sociedades latinoamericanas comenzaran a gestar los países en los que ahora estamos constituidos, ¿no es hora de entender, finalmente, que “el proyecto”, antes que cualquiera de esos “proyectos” que nos diferencian y nos dividen, debería ser la democracia, compartida y devotamente defendida por todos nosotros, que nos permita establecer las reglas básicas de convivencia dentro de las cuales podamos enmarcar el debate y no la confrontación, y podamos concebir las diferencias y discrepancias como invitaciones al diálogo y no como señales de enemistad?
Planteo que, aunque tarde, 200 años tarde, es hora de entender que el proyecto debe ser enraizar la democracia.