En buena parte de Latinoamérica, y en particular por estos lares, hemos destilado hasta el más exquisito refinamiento la variedad más perfecta del populismo. Es un nuevo populismo, un populismo ‘reloaded’, un populismo para los nuevos tiempos, uno que usa botox, un populismo en ‘high definition’ con ciertos ingredientes ‘blue ray’ y otros ‘android’.
Pónganse a pensar en que el sistema se caracteriza por una alianza tácita entre el poder y la ciudadanía, una especie de renegociación del contrato social. Por medio de este nuevo acuerdo (una suerte de ‘new deal’, algún tipo de matrimonio de conveniencia) el poder subsidia a media humanidad y suelta dinero a la calle -para que la gente se distraiga comprando y endeudándose- a cambio de un voto de silencio. Yo financio y tú te callas. Yo giro cheques y tú te haces el de la vista gorda. Un arreglo más o menos de ese tenor.
Se identifica a la patria con el paraíso. La patria es, por definición y sin que quepa discusión, libre, soberana, orgullosa hasta la altivez e inocente como los lirios. El poder, por supuesto, ostenta el monopolio sobre la patria. Los que están con el poder, como los intelectuales orgánicos y los áulicos, son patriotas. Los que cometan el error de oponerse, vendepatrias, antipatriotas y traidores a la patria. Parias, en suma.
Nuestros populismos son asfixiantes y, para ser efectivos, tienen que operar en tiempo real. Para alcanzar los más altos grados de efectividad es necesario que nos sofoquen en propaganda hasta alcanzar niveles psicotrópicos y alucinógenos, para que nadie dude de la Verdad Oficial (así, con mayúsculas). La política, además, tiene que ser lo más exagerada y dramática posible, para que nos tengan hablando y especulando todo el día, para que (la política) forme parte de nuestras vidas, para que nos dividamos en buenos y malos. Se hace necesario gobernar en vivo y en directo, al estilo ‘reality’.
La democracia tiene que ser preeminentemente electoral. Las urnas son la fuente de toda legitimidad. El o la que gane las elecciones tiene el derecho de ejercer el poder absoluto, de ser el ventrílocuo del pueblo, de hablar en nombre de los dioses, de hablar con los dioses, de aplicar el peso del dominio a mansalva y con la más amplia discreción. Cuando se domina las urnas el poder es ilimitado y personal, amplio y suficiente, sin demarcaciones en los confines del universo.
De ahí la importancia de las campañas perpetuas (no hablo de las orgías perpetuas porque nunca me han invitado a una) y de la confrontación permanente. De ahí la importancia del verbo, del micrófono y de la tarima. De ahí la importancia de mantenernos al filo del sillón, plácidamente narcotizados.