Entre el teatro y la política existe cierto paralelismo que surge de situaciones dramáticas semejantes. En los dos hallamos un actor, un escenario, un discurso y el público. La farsa que se juega en las tablas es un trasunto de la verdad humana. La verdad de la comedia reside en el hecho de que emula la vida.
La política tiende al espectáculo tanto como el teatro o el circo. La política y la verdad no siempre van juntas, de ordinario están divorciadas. Y esto lo comprobamos diariamente. De ahí su tendencia a resbalar a la farsa, a la mentira. No es necesario ser un buen comediante para ser un político; basta un mal actor, un galán frustrado. Ahí está Calígula quien hizo de su corte un teatro del horror. Entre las cualidades que debe tener el gobernante –sostenía Maquiavelo- está el disimulo; ser astuto como un zorro o feroz como un león según las circunstancias
Tomás Carlyle fue ese escocés que atribuyó el avance de los pueblos a la acción irresistible de los grandes conductores. La Historia había que contarla por sus cumbres: los héroes. Esta imagen calzaba bien con Napoleón, ese gran histrión de la Historia moderna; su gesto y su talante, muy bien estudiados, estaban dirigidos a la representación. Concebía la política como un drama signado por la fatalidad. Carlyle encontró en él al héroe, Michelet al genio.
El siglo XX engendró, quizás, los políticos más histriónicos y más tétricos; he aquí dos de ellos: Hitler y Mussolini. Hitler: un frenético demagogo, un timador vestido de uniforme. Gran orador, trágico farsante. La timidez con la que iniciaba sus discursos se convertía en torrentes de energía, alaridos y gesticulaciones propias de un poseso. La impresión de estar ante a un carismático profeta calaba más hondo que el mensaje que comunicaba. Sedujo a Alemania. Europa tembló.
Fiel a una tradición autoritaria, América Latina ha procreado dictadores diestros en la seducción demagógica. Por la escena han desfilado gobernantes que se encariñaron con el poder. Surgieron desde abajo y acunados en el resentimiento crecieron con la sangre de la revancha en el ojo. De la fiebre sentimental del radio teatro salió Eva Perón, la falsificada diva del “écran” glamuroso de los años 40. El general Perón había dicho: “El argentino que puede hacer en la tribuna lo que Gardel en la pantalla, tendrá a Argentina en un puño”. Y lo encontró: fue esa “cosita transparente, fina, delgadita y carita alargada”: Evita. Perón, al igual que Chávez, leía a Carlyle, creía en el héroe romántico. Imbuido de un fulgor mesiánico, Chávez se convenció que él encarnaba a Bolívar, el héroe mítico que los nuevos tiempos reclamaban para conducir al pueblo a los ansiados paraísos de justicia y libertad. No hubo nueva historia, el viejo y roñoso caudillismo seguía vivo, solo había cambiado de máscara.
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