Los turistas que viajan en grupo son tenidos como el ‘non plus ultra’ de los viajeros cliché. Sin embargo, hay otro grupo cuya conducta es aún mas cliché: son aquellos que pretenden no ser turistas sino viajeros independientes, superiores, exclusivos, que descubren los sitios no mancillados por la horda. Tarde o temprano ambos grupos se mezclan y confunden.
A un mochilero de los buenos tiempos esa disyuntiva no se le planteaba: uno admiraba lo que podía y estaba demasiado preocupado en sobrevivir como para distinguir qué era o no turístico. Fue así como conocí la Capilla Sixtina antes de la restauración, porque alguien me invitó. Recuerdo que las pinturas eran oscuras, cubiertas por el hollín y la pátina del tiempo, pero yo, como todos, consideraba que ese tono era producto del genio de Miguel Ángel. Entonces llegaron los japoneses con su tecnología sofisticada y desentrañaron una gama luminosa de colores vivos. “El verdadero Miguel Ángel”, decían, pero no acudí a verlo cuando volví a Roma porque ya me había incorporado a la categoría de los no-turísticos
Veinte años después, mirándome al espejo pienso que si no veo ahora el Juicio Final, la próxima me tocará atenderlo en el más allá con resultados impredecibles. De suerte que armado de tolerancia este lunes caluroso acudo a los muros externos del Estado Vaticano y me incorporo a un río de gentes sudorosas que hablan las varias lenguas de Babel, llevan sombreritos, guaguas, sánduches, y reparten agua y golpes de ala.
A pesar de la amplia oferta de los tesoros vaticanos, el torrente humano solo sigue las flechas que apuntan a la famosa capilla. No hay pierde ni alternativa, aquí vamos en masa, sin alzar a ver unos tumbados con tallas y pinturas espectaculares que justificarían, ellos solos, una detenida visita, ni parar bola a las esculturas de mármol, para no hablar de las pinturas de Rafael y la colección de arte contemporáneo. Como borregos del Señor avanzamos rumbo al objetivo (admirando una que otra muchacha sensacional, la verdad sea dicha) mientras incontables camaritas disparan sobre las cabeza, sin pausa ni respiro hasta desembocar bajo la pintura cumbre de la cristiandad.
Ahora bien: hay que tener el entrenamiento de un yogui o un comando para aislarse en medio de tal multitud, echar la cabeza atrás y mirar en la bóveda el momento de la creación y la expulsión del paraíso antes de que alguien te empuje.
Al borde de la desesperación o la apostasía comprendes que esto no tiene que ver con el arte ni la religión sino con la obligación de ver ciertos íconos turísticos. Entonces te despachas a don Mickey en 10 minutos y sales corriendo a las ruinas de Pompeya, donde no encontrarás ninguno de los famosos murales de mosaico, pero te toparás con las mismas caras sudorosas del Vaticano.