Lo bueno del entretenido debate sobre el telepromter es que el inocuo aparato asoma ya sin disimulo, como en el noticiero sobre la visita de Lula a Carondelet. Ahora sí todos estamos enterados, aunque no tenga nada de malo que un tercero redacte los discursos, incluso que los pronuncie, dado que los políticos también son un producto del marketing. A Ted Sorensen, el principal ‘speechwriter’ de Kennedy, se debe su frase más famosa: “No preguntes lo que tu país puedes hacer por ti, sino lo que tú puedes hacer por tu país”. Y durante la Segunda Guerra Mundial un actor decía en lugar de Churchill sus proclamas radiales cuando éste se hallaba demasiado borracho para hablar.
Leer o improvisar, esa es la verdadera cuestión. A nivel más doméstico, yo tiemblo cuando el presentador de un libro o de un pintor extrae del bolsillo unas hojas dobladas y las empieza a leer. De inmediato la mayoría de la audiencia se desconecta y solo ruega que las hojas sean pocas y en letras grandes para que apresuren el paso a los vinos y la conversa. Pero si el tipo está hablando y nos mira a los ojos, aunque se extienda un poco nos induce a prestarle atención. Por eso, cuando me toca presentar mis libros solo llevo un esquema como guía. Sí, uno corre el riesgo de equivocarse, de saltarse datos o meter la pata por soltar una verdad, pero no importa, así hablamos en la vida real.
Allá por 1978 acompañé al Avispa Mendoza, caricaturista y revolucionario de verdad que iba en representación del Instituto de Investigaciones Económicas a un encuentro en Portoviejo. Le habían dado un discurso kikuyo, lleno de cifras, que el pobre empezó a leer con evidente esfuerzo. A la cuarta hoja, cuando el público comenzaba a toser, el Avispa arrojó los papeles, dio un golpe en la mesa que despertó a todo el mundo y dijo: “¡No estoy de acuerdo con lo que estoy leyendo!”. Y continuó con lo que sí sabía, con un discurso de barricada a favor de la lucha armada para la toma del poder “como lo están haciendo los sandinistas que luchan contra la tiranía de Somoza, lacayo del imperialismo”.
Había logrado entusiasmar a los estudiantes y poner los pelos de punta, no solo a los señores de la mesa directiva, sino a mí también porque vivíamos bajo el triunvirato militar que había masacrado a los trabajadores de Aztra y no era cuestión de llamar alegremente a la revolución armada por una radio manabita. Apenas pudo, el locutor dijo que no compartía semejante opinión, las autoridades se apartaron discretamente y yo conduje al Avispa por una puerta lateral hasta el Nissan celeste del Instituto en el que salimos pitando hacia Quito. Claro que le reproché por su audacia, pero a la altura de Chone ya íbamos cagados de la risa. Entonces empezó a contarme la historia de la guerrilla del Toachi, que se sabía de memoria.