Inesperado para las élites y los encuestadores, el triunfo de Jorge Yunda avivó el falaz argumento de que existen dos ciudades adversarias, una moderna y opulenta al Norte y otra pobre y atrasada al Sur. Pero resulta que esa construcción bipolar habita mucho más en el imaginario de los quiteños que en la realidad geográfica, empezando porque el supuesto Norte–reducto–de–pelucones no queda al norte del larguísimo chorizo que es Quito; si acaso, habría que buscarlo al este, en Cumbayork y sus alrededores.
Sin embargo, los analistas que fatigan los radios y los ciudadanos de a pie enfocaron los resultados electorales con clichés como Sur cholo–Norte blanco o Sur marginado–Norte privilegiado, con sus opuestos puntos de vista, pero nadie pudo fijar claramente las fronteras pues la urbe es mucho más líquida y voluble que los esquemas y los prejuicios. Pongo un ejemplo: en los años 30, cuando mi abuelo liberal y su hermano arquitecto construyeron la mansión familiar en la loma pelada que miraba al parque del Ejido, esquina de Colombia y Solano, mi abuela conservadora dijo que se habían ido, no al norte, sino al fin del mundo por no hacerle caso pues ella había insistido en La Tola, que era todavía un barrio señorial con iglesias cercanas.
Treinta años más tarde, cuando yo asistía al colegio, el Norte se había desplazado más al norte y la zona intermedia empezaba a ser llamada Centro Norte, al tiempo que La Mariscal y las mansiones tradicionales de la Seis de Diciembre vivían sus últimos años de prestigio rodeadas de árboles.
Con el boom petrolero crecieron la clase media y los servicios, brotaron los edificios y personajes de la élite como Galo Plaza se mudaron a los espectaculares apartamentos de la González Suárez, avenida que se convirtió en sinónimo de lo aniñado hasta finales de siglo, cuando se consolidó Cumbayá. En cambio, el desarrollo del norte-norte fue mucho más heterogéneo, como lo ilustra el caso de un colegio y un club de la high que fueron rodeados por urbanizaciones de clase media y barrios obreros y populares que seguían creciendo por las laderas del Pichincha, el Comité del Pueblo y Carapungo, junto a industrias y bodegas. De suerte que en esa zona se hallan representados todos los estratos sociales y económicos, aunque no interactúen como en Manhattan, digamos.
Es evidente que el burdo esquema Norte-Sur no sirve para aprehender la realidad multifacética y pluricultural que acumula y disimula la ciudad. A los flujos migratorios y al ascenso social que exige cambios de residencia, se añade el mundo del internet donde nos mezclamos todos y pasamos más tiempo que en las calles del barrio en las que antaño se forjaba la identidad cultural. Para no hablar de los muchos malls, que imponen el modo de vida del único Norte de verdad.
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