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Si hace años tuve la seguridad supina sobre lo que era o podía ser el patrimonio de una nación, confieso que ahora tengo todas las dudas del mundo sobre lo que significa, lo que genera y a donde nos lleva el “peso” de la denominación, conservación y promoción patrimonial. Si en los años 70 y 80 luchábamos por el monumento individual -la Compañía o Ingapirca-, el discurso fue tornándose más abarcador: el entorno cultural o natural debía ser tomado en cuenta, se podían proteger de mejor manera los bienes calificados por las instituciones culturales oficiales de “especiales”. Las teorías decoloniales o de género tuvieron también su impacto.
En los 90 ya no se trataba solo de bienes o entornos habitados por las elites masculinas de un lugar, había que dar vuelta de ojos a otros sectores -indígenas o negros-. Así chozas, pueblos de alta montaña o palenques esmeraldeños también eran “sujetos” a ser reconocidos. A fines de los 90 y durante el 2000 la inclusión fue mayor: se hablaba de cultura material e inmaterial, balsas-casas móviles de Portoviejo y también los pescadores que las habitaban o sus mujeres cocineras. Era y es una carrera atropellada por “reconocer” nostálgicamente aquello que Occidente va perdiendo sin remedio. Ah! También el patrimonio moderno de entre los 40 y 70 del siglo XX frente a la voracidad de inmobiliaria.
En fin…
A donde quiero llegar. No importa cómo lo definan las instituciones como la UNESCO o el INPC, lo que verdaderamente interesa es la valoración y calificación que hacen sus propios ciudadanos empoderados. Los expertos debemos ser acompañantes del proceso sobre aquello que la comunidad ha decidido convertir en “su” memoria. Definidos los repositorios de la memoria, es obligatorio darle contenido, ahondar su conocimiento y difundirlo sin restricciones, según la Ley de cultura y patrimonio. Se trata del derecho al acceso universal del patrimonio, especialmente aquello en manos del sector público. La difusión se hace mediante textos e imágenes de todo tipo y condición y estas últimas deben estar al servicio de quienes usamos las mismas en este sentido, no para lucrar sino para difundir.
Si una obra de arte fue comprada con fondos nuestros (de los ciudadanos) por una entidad pública –un municipio o una biblioteca- es automáticamente de dominio público, como indica el artículo 116 del Código Ingenios. El uso de la imagen de un bien en el contexto académico/investigativo debe ser autorizado por dicha entidad sin costo alguno y los créditos establecidos con rigor. Sin embargo, la ley ecuatoriana no es clara y puede prestarse para abusos por parte de entidades privadas que quieren pescar a río revuelto. Necesitamos un claro reglamento emitido por la Senadi (antiguo IEPI).