La participación ciudadana pasó a tener virtudes milagrosas para nuestros endémicos males que cierto discurso político los endilgó a los partidos. Justificadora del nuevo poder, la participación tiene ahora abundantes normas que le institucionalizan y forma parte de las decisiones públicas. Ya debería asustar a los poderes emanados del voto popular. Pero los hechos muestran que llegamos al inverso.
El Consejo de Participación Ciudadana y Control Social ha fallado en su rol de dar sentido y valor a la participación o más bien la está devaluando. Está perdido en trámites, procedimientos y sobre todo en los dedales del poder. Había podido crear precedentes de lo que significaría un cuarto poder del Estado, en contrapeso a los otros poderes creando precedentes de ética pública, de lo que debe ser o no, de lo que conviene o no para la vida pública. Oportunidades sobran para llamar la atención a los otros poderes del Estado, por infringir procedimientos, principios, irrespeto al otro, indicios de corrupción, etc.
Pero el CPCCS se casó con el silencio, cuando debería ganarse el espacio público con una palabra por encima de intereses materiales, políticos, de grupo o de entidad pública alguna. La mayoría de sus consejeros son presas de ver la vida pública en función del momento y no del proceso que el presente implica para el futuro o de un sistema o instituciones a construir. Presas del juego del poder, piensan que la crítica al Gobierno es estar contra el Gobierno, cuando es un Gobierno que necesita crítica y exigencias, precisamente porque hay un vacío a su alrededor, no tiene programa ni organización y tiene un pobre sentido institucional. Reducido a los círculos del poder, en rechazo y distancia de la sociedad civil, mal puede encarnar ciudadanía y por encima de todo requiere que la ciudadanía activa ilumine al Príncipe en sus pretensiones.
Los hechos muestran que el diseño que institucionaliza la participación es inapropiado. Pues, se trasvasa la disputa política al CPCCS en un juego que se vuelve turbio. Se quiere esconder lo que en principio no debe hacer pero que es inevitable, ya que al nombrar personas que asumen funciones que son objeto de poder, existe disputa de poder. Así lo demuestra el nombramiento del Fiscal, aún más en una sociedad en la cual la justicia sigue el cálculo del poder social, económico o político. Es mejor que el Congreso nombre autoridades, en claro debate de pesos y contrapesos políticos entre Gobierno y oposiciones. La vida política es mejor con reglas del juego claras –con escándalos incluidos- y no con las que llevan a jugar a las escondidas y que los hilos del poder se hagan tras las bambalinas. Lo turbio tiene peores consecuencias con la ética pública que los escándalos y negociaciones con reglas claras de competencia del poder.