Columnista invitado
Siguen circulando palabras como revolución, izquierda y derecha, entre otras. El concepto de revolución como se lo asume en nuestro tiempo es, por decir lo menos, deleznable. La palabra se ha banalizado tanto como izquierda y derecha. El debate sobre la búsqueda de nuevos vocablos que los reemplacen emergió luego de la caída del Muro de Berlín, que se constituyó en el quiebre de inflexión más fuerte de todos los tiempos. La mundialización vapuleó izquierdas y derechas. Todos perdimos.
Revolución es porvenir y regreso. El futuro es la expresión elegida del tiempo cíclico: pregona la vuelta de un pretérito originario y modélico. La praxis revolucionaria: rompimiento con el ayer próximo y refundación de un pasado remoto. Giro de los tiempos. Y en el sentido precedente: inversión del universo y otros principios. Se trata, por tanto, de algo inmediblemente más profundo de lo que presumen los políticos de una generación.
Revolución e izquierda han sido restregadas hasta la fatiga en nuestra urdimbre social en el reciente decenio. Mediante un Estado de propaganda condigno de una economía primermundista fascista (¿sus factótums, beneficiarios de millonarios contratos, están hibernando?), se creó un caudillo mesiánico cuyo discurso, poroso y melifluo, ahíto de resentimiento galvanizó a las masas. El histrión, con un volátil respaldo popular, bailaba, canturreaba, tronaba, vilipendiaba, mentía, fingía, soliviantaba mediante dádivas provenientes del mayor ingreso económico que registra Ecuador en su historia republicana.
En la sociedad del poder, la corrupción es el diván en nuestros países. El actual mandatario tiene que acudir a su sapiencia (saberes y reciedumbre civil y humana) que conocemos de cerca, para ignorar embates y agravios que provienen del ominoso régimen anterior. (“Jamás ha habido un buitre que nos saque las entrañas por solo verse en el espejo”, diría nuestro inolvidable Carlos Monsiváis). Desechar excretas de pajarracos: los tuits provenientes de la plaga de misioneros que pagó el exdueño del país, pensando en que quien esquiva lo consumado no avizora el horizonte.
Con solo el aval del caudillo se construyeron tantas edificaciones suntuosas (en una de ellas, solitaria, grotesca y ofensiva, se alza la estatua del expresidente de un país hermano, personificación del gansterismo político para escarnio de Quito y el país). Los cínicos, cuando huelen flores, buscan ataúdes. Esa es una burda especie de la cual debe despojarse Lenin Moreno.
Lo propio de quienes (viejos y jóvenes) se colaron por imposiciones, bandidajes, claraboyas. Ellos son los sahumeriantes de oficio. Van de poderoso en poderoso, lisonjeándolos, exaltándolos -sanguijuelas arqueológicas o recién nacidas-, succionando todo lo que pueden para construir sus epitafios de indignidad. Es su deber ahuyentarlos.