Las personas de la tercera edad nos vamos conociendo y reconociendo en la farmacia. Yo, como buen jubilado, la visito periódicamente para retirar mi dosis de fármacos, cual pajarito que busca su alpiste.
A los enfermos les gusta que el médico les escuche y les dedique tiempo, lo cual no siempre ocurre porque el tiempo es caro y lo más práctico y expeditivo es recetar pastillas, lo cual en muchas ocasiones no deja de ser un elemento de distracción. Al no ser médico no me atrevo a pontificar sobre este tema, pero la vida pastoral me ha hecho más o menos experto en algunos cuadros de ansiedad, inevitable con la vida que llevamos.
Sin despreciar el arsenal de píldoras que nos toca consumir, creo que la salud mejoraría si incorporáramos en nuestra vida hábitos saludables. Pienso en la actividad física, en la alimentación saludable, en el hábito de la lectura, en el hecho de frecuentar el cine o de acudir a museos y exposiciones. Pero, sobre todo, pienso que hay dos cosas fantásticas que tendríamos que cultivar hasta el final de nuestros tiempos: el encuentro con los amigos (crear espacios en los que podamos expresar nuestros recuerdos, ideas y emociones) y la dedicación a la música (la pasión que supone sumergirse en ella, en su insondable belleza).
De una u otra forma, me refiero a la calidad de la vida que, a la postre, acaba nutriendo de forma positiva nuestro estado de ánimo y nuestro humor. Especialmente la música acaba siendo la mejor medicina para el alma. Si, además, somos capaces de unir música y oración, descubriremos un espacio maravilloso en el que no sólo el dolor se amortigua, sino que el espíritu se libera de tantos aires tóxicos que no nos permiten respirar en paz. Respirar, vivir, envejecer y morir en paz. Mi tía Talida era entusiasta de las agüitas de vieja que recomendaba a diestro y siniestro. Siempre decía: “No curan, pero alivian mucho”. Llega un momento en que de eso se trata: de aliviar nuestros sinsabores y, con el dolor a cuestas, asumir con mayor paz nuestra condición de pacientes.