El espectáculo del juicio político al presidente de la República nos enfrenta a la realidad de un país sin norte, una sociedad podrida en la que solo cuentan el oportunismo y la ventaja personal.
Desde la oposición, el tema no pasa por imponer correctivos, señalar rumbos o definir políticas. Deshacerse del presidente es solo una buena oportunidad para pescar a río revuelto, en un ambiente en el que los actores solo comparten su ignorancia, y el convencimiento de que son presidenciables.
Desde el Ejecutivo, aunque al menos esto ha servido para que se comprenda la necesidad de tener un ministro de Gobierno, la improvisación y el descuido siguen pasando factura. El juicio político, que debía resolverse políticamente, con un bloque legislativo capacitado para defender a su presidente, se convirtió en un proceso judicial para conseguir una voz autorizada, un abogado externo que solvente las deficiencias de la bancada oficialista.
Con la política convertida en simple medio para trepar, aunque no se tenga la más peregrina idea de qué hacer cuando se esté arriba, seguiremos viendo la desesperada lucha a dentelladas para conseguir que algo caiga, para torcer las vías institucionales o usarlas para fines ajenos a la institucionalidad.
Cuando el líder de la revolución ciudadana se desespera por la muerte cruzada; cuando Fernando Villavicencio aconseja ese mismo camino, después presidir una sesión parlamentaria que abrió la puerta a un nuevo impase legal, hay que ser muy simplón para no darse cuenta de lo que piensan. Todos, sin más idea que acomodarse, sin otra meta que medrar a toda costa, corren tras los cargos y no tienen empacho en juntarse con cualquiera que les asegure, aunque sea las migajas del reparto.
Casi cien años después, Ecuador sigue fiel a la descripción que hiciera José Rafael Bustamante, sigue siendo una sociedad que “sitúa la contienda política en el campo violento y primitivo de la fuerza que excluye la posibilidad democrática y exalta la autocracia”.