Se habla en estos días, y con razón, del aumento de la violencia y de la inseguridad, y de la importancia de los planes del Estado y de la organización ciudadana para responder a estos problemas de múltiple origen, sobre todo cuando el mundo y el país sufren el azote de la pandemia.
El tema, de hecho, es tan importante, que muchos de aquellos que quieren gobernarnos se han fijado en que la inseguridad está en los primeros lugares de esos sondeos que abundan en estos días preelectorales. Y han hecho algo tan previsible como inútil: aprovechar esta preocupación para hacer todo tipo de ofertas que caen en el populismo penal.
Si realmente estuvieran preocupados por resolver los problemas, debieran fijarse en que -si bien la violencia y los delitos generan temor ciudadano e incluso reacciones irracionales- las principales preocupaciones son la economía y el desempleo. Pero explicar claramente las propuestas no da tantos votos como ofrecer sanciones draconianas que incluyen hasta la pena de muerte.
Este facilismo nos lleva inevitablemente a acordarnos de aquellos estremecedores letreros que anuncian ‘ladrón cogido, ladrón quemado’, una muestra de impotencia y de falta de acción del Estado. Simplemente, justicia con mano propia, incluso cuando el letrero es más sofisticado y dice algo así como ‘barrio vigilado; los sospechosos serán denunciados -o entregados- a las autoridades’.
Pero hay otra justicia con mano propia en la que no solemos pensar. En esta época en la que, incluso la gente de la tercera edad, adultos contemporáneos, dicho eufemísticamente, está metida de cabeza en las redes sociales, uno ya no sabe a quién pertenece, ni cómo recuperar alguna reflexión que leyó por ahí, en medio de tantos memes e histeria.
Hay personas que se sienten orgullosas -decía en resumen la reflexión que quiero traer a colación, a riesgo de citarla mal- de pagar unos centavos menos por los productos que vende la gente desposeída, y horas más tarde, experimentar el mismo placer y poder al dejar una gran propina en un restaurante en el que los precios altos son lo de menos.
Una verdadera justicia con mano propia, al menos para la gente que puede darse ese lujo, sería, aparte de pagar impuestos y de ser un buen ciudadano, no escamotear ese dinero a esa madre, a ese padre, a ese hijo en su pequeño negocio.
Pero esta reflexión no está hecha para cleptómanos y mitómanos, para quienes negocian la información sobre los pecados de sus pares, a cambio de impunidad.
Es para quienes quieren hacer un país y no asaltarlo sin vergüenza; para quienes defienden la educación y la salud como un derecho mínimo de todos los ciudadanos; para quienes no creen en la caridad sino en la solidaridad cuando es posible; para quienes buscan razones y no pretextos. Ellos sí pueden y deben ejercer algo de justicia con mano propia.