Un erróneo concepto de democracia, y la evidente perversión de las instituciones, han provocado que la lógica electoral invada todos los ámbitos de la actividad humana. Desde la academia hasta las artes, desde la administración pública a la literatura, están atravesadas por la lógica política. El aire de las campañas invade todo lo que suene a público, incluso las actividades que pertenecen a lo privado y lo íntimo. Los vicios del populismo y las “artes” de los profesionales en el cabildeo, pervierten los más insólitos temas.
Mucha gente está convencida de que “ante todo hay que ser demócrata”, como si esa forma política de elegir gobernantes y el modo de entender la tarea de gobernar –porque eso es la democracia-, deba aplicarse como estilo integral de humanidad y método para lograr excelencia en las ciencias, rigor en la academia y valor en el arte. Ese es el grave error de la “inflación democrática” que vivimos.
Someter todas las instituciones a las lógicas del mercadeo electoral arruina la vida social, anula la excelencia, enerva las capacidades y eleva la mediocridad a niveles absurdos. Afianza lo que alguien llamó, “el ascenso de la insignificancia”. Aplicar las lógicas electorales e inocular conductas populistas en la administración de justicia, por ejemplo, conduce a liquidar la judicatura como factor de civilización, porque el juez sometido a las tensiones del comportamiento político, deja de pensar en la justicia con que debe tratar los procesos y cede a las tentaciones de la “popularidad”. Entonces, los magistrados se transforman en personajes mediáticos, en hombres de entrevista y micrófono, y aspirantes a monumento y biografía. El problema está en que el rigor de los procesos y la aplicación de la ley no son, necesariamente, populares.
Lo mismo ocurre en la economía y en la cultura. Las lógicas electorales conducen a tomar decisiones erróneas y catastróficas. Tras la inflación, se agazapa el ansia de los gobernantes de estar primero en los sondeos, y de no poner en riesgo la reelección. Tras las nacionalizaciones, al estilo de Chávez, Maduro y los demás demagogos, está la desesperación por el aplauso que suscita el nacionalismo trasnochado y la consigna de cubrir los huecos que dejan los gastos el populismo de balcón. Incluso la cultura sufre las consecuencia de la invasión del democratismo y transforma la novela en folletín.
Las cosas en su sitio. La “democracia electoral” sirve –porque aún no hay otro método idóneo- para elegir gobernantes, y eso con grandes márgenes de error. No sirve ni para nominar a los mejores, ni para distinguir lo bueno de lo malo, ni lo razonable de lo imprudente. No sirve en la universidad, ni en la cultura, ni en la economía. No sirve en la mayoría de los temas humanos.