El populismo

Los politólogos mantienen ardua discusión en torno a la naturaleza del populismo. Sin afán de agotar las aproximaciones en la materia, refirámonos a dos teorías: “experimento político de dominación” y “forma de acción política”. En todo caso, a efectos de la columna – salvo por los populistas que defenderán sus desafueros – coincidiremos en que el populismo es una malformación política, en la cual se encuentra la semilla del totalitarismo.

El más reciente exponente de la primera es Ernesto Laclau (1935 – 2014), filósofo argentino, para quien se está frente a un “modo de articulación lingüística que permite la irrupción de un singular tipo de identidad colectiva”, directamente ligada con la incapacidad de los fragmentos políticos tradicionales para escuchar y cumplir con las demandas sociales. Para Margaret Conovan (Populism, Harcourt-Brace Jovanovich, 1981), es una representación de acción política “polémica”, que con el subterfugio de centrado en el pueblo, pretende provocar una fuerte reacción emocional en la población a la cual se dirige.

De los dos acercamientos se puede y debe extraer una conclusión básica. Y es que el populismo, cualquiera sea la representación que utilice, toma como agente de su quehacer al pueblo, generando en él rebeldía ante sus derechos históricamente insatisfechos. Con esto en modo alguno pretendemos justificar el populismo, que evidentemente es negativo en todas sus proyecciones, pero sí identificar el porqué de su surgimiento.

El populismo, que germina en naciones de todo ras de desarrollo económico, emplea en su andar tácticas de manipulación dignas de mención. Una de las más relevantes está dada por su habilidad de transformar la arenga tradicional de izquierdas y derechas, por aquel de pobres y ricos (recordemos a la tacha de pelucones). Esta “circunstancia” genera un proceso prolongado de difícil superación, toda vez que cuando un pueblo lo ha vivido, sus clases menos favorecidas identifican en el populismo una opción de progreso.

Se cierra el círculo a partir de las actuaciones de ciertos partidos políticos tradicionales que confirman el sentir de las masas. Estos, insólitamente y no contando con respuestas coherentes, en su desesperación de ganar el terreno perdido, comienzan a identificarse con el populismo y llegan inclusive a aliarse con éste, y así lo legitiman. A partir de ello el populismo adopta características de “síndrome” pues si bien no es doctrina sino enfermedad, “está allí”. Traemos a colación a Peter Wiles en su obra A Syndrome Not a Doctrine.

Al carecer de doctrina, acomoda la ideología a su conveniencia. Para vencerlo es imprescindible, por ende, abandonar el discurso poco imaginativo de confrontaciones derechas-izquierdas. Se requiere de un acercamiento pragmático, no demagógico, a las realidades sociales imperantes e implementar – no solo ofrecer – soluciones que respondan a las justas demandas de los sectores que vieron en el populismo,

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