No es novedad. Las sospechas de fraude en los últimos procesos electorales persisten. Apenas un 4.4% “confía mucho” en el CNE (Cedatos). Sienten que alguien metió la mano y alteró voluntades. Blasco Peñaherrera ha denunciado inconsistencias sin lograr eco. La Fiscalía tampoco se ha pronunciado.
Las sospechas no son calentura. Los apagones, los cambios de tendencia, el centro paralelo, están en la memoria colectiva. Al igual que las veleidades de la señora Atamaint y la presencia de infiltrados en el CNE. El punto neurálgico se localiza en el sistema informático de registro y conteo. Se aduce que el software puede manipularse. Y que ha sucedido en otras ocasiones.
Mientras tanto las misiones observadoras, extranjeras sobre todo, continúan su desfile. Cumplen rituales de impacto nulo o desconocido. Apuntan a los componentes menos polémicos. Se desplazan por el país para comprobar lo evidente. Entregan en ‘chiquis’ un informe frío que valida todo con recomendaciones de forma que nadie sigue. No queda nada.
Probar un fraude es complejo. Peor cuando se usa tecnología sofisticada. Por eso la prevención es esencial. Si no le ponemos ojo, lo demás -candidatos, campañas- queda como distracción. El control que hace un CNE cuestionado, no alcanza. Hacen falta observadores de calidad superior.
Las misiones extranjeras son indispensables. Lo son más los equipos ciudadanos. De universidades, colegios profesionales, colectivos pro derechos y democracia. Y para todo el proceso, desde calificación de candidatos, hasta campañas y financiamiento. Y sobre todo para la consolidación de datos. Precisan incorporar también estrategias potentes y nítidas de comunicación. Sobre planes, informes, recomendaciones, seguimiento. La improvisación los vuelve inútiles.
No nos engañemos. Si el control del proceso electoral se deja en manos inexpertas o interesadas, todo lo demás se va al diablo. Alerta máxima. Que no descuarticen nuestro pronunciamiento. Como dice el refrán: ojo al cristo, que es de plata.