Un antiguo amigo, cuya seriedad y responsabilidad admiro, me llamó hace poco preocupado por la violencia y la inseguridad y, sobre todo, por algo que es fácil dejar de lado en momentos como el que vivimos: el acomodo a las situaciones, ese que termina normalizando lo que inicialmente podía causarnos rechazo o, incluso, repulsión.
“Una cosa rara es que el horror pierde su espanto cuando se repite mucho”, escribe Michael Ende en la “Historia Interminable”. Y si pensamos en lo que nos viene pasando en los últimos meses, a fuerza de ver todos los días robos, extorsiones, asesinatos, violaciones, masacres y desates de violencia de todo tipo, el asombro y la turbación se han perdido en una “nueva normalidad”, que asume la sangre como parte de lo cotidiano.
Detener la violencia y recuperar un mínimo de seguridad es, sin duda, una tarea de sobra compleja. Pero, empeñados en esa obra colectiva, es fácil dejar de lado una ineludible tarea personal: no acostumbrarse. Y tampoco esto es simple, porque inconsciente e imperceptiblemente, cualquier atrocidad termina siendo un dato más, como la cartelera del cine, el partido del domingo o la barrabasada política del día.
La repetición de lo indignante afecta la capacidad para indignarse, pero preservarla es una necesidad ineludible; cuando lo terrible deja de provocarnos asco, la violencia gana la partida.
Y eso lleva, con facilidad, a convertirse en aquello que se rechaza, a dividir el mundo entre quienes merecen vivir (nosotros) y quienes deben ser eliminados (los otros), con límites tan difusos que, sin problema, cualquiera puede acabar en el campo contrario.
Se trata de no confundir la inevitable necesidad de dar respuestas, controlar la violencia y defenderse de ella, con la salida fácil de convertirnos en aprendices de lo que queremos combatir. Porque en la lucha contra los violentos hay una obligación suprema: negarse a ser como ellos.