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En un ensayo de 2006, Bolívar Echeverría usó este título para encabezar algunas reflexiones sobre la situación actual del Estado nacional, cuya decadencia le parecía indudable. Concebido como una “empresa” que hizo posible la acumulación de capital en las condiciones de un desarrollo de las fuerzas productivas que hacía imposible una escala mayor, el Estado nacional –decía– ha dejado ya de ser funcional a las necesidades del capital, que hoy ejerce un dominio planetario.
Esta situación, inherente al ser-mundo del sistema capitalista, ha encontrado una contrapartida política después de la Segunda Guerra con la creación de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), y a través de las entidades especializadas que ha creado, y especialmente de la trilogía económico-financiera: FMI, BM y OMC, seguidas de cerca por la OIT y la OMS, en tanto que la Unesco se mantiene en un segundo plano, sin autoridad efectiva y en la práctica limitada a funciones declarativas y de asesoría. Es evidente que los tres primeros organismos tienen el poder suficiente para ejercer funciones normativas y para imponer conductas o pedir cuentas a los Estados nacionales, cuyas decisiones en materia de legislación y en adopción de políticas económicas, fiscales o aduaneras han quedado así sometidas a la aprobación de estos poderes supranacionales. Por eso han surgido ya doctrinas jurídicas que hablan de las soberanías limitadas (lo cual, en cierto sentido, es una contradicción en los términos), mientras la globalización económica y la mundialización de la cultura han puesto en apuros a las identidades nacionales, cuya respuesta, a veces, ha sido la violencia fundamentalista.
El vaciamiento de sentido que ha sufrido la política y que los ecuatorianos hemos sentido de manera inequívoca en los últimos años, no es, por consiguiente, un simple efecto de los comportamientos propios de los políticos profesionales, cuyo desprestigio es evidente, ni tampoco de la absorción de la misma sociedad por parte de un Estado que ha revelado inmenso apetito de poder, sino también una consecuencia de la enajenación de los individuos por la mercantilización capitalista de la política. La vida humana, en su forma natural, todavía necesaria en el Estado nacional, deja de serlo en el proceso de la internacionalización de las fuerzas productivas, y el predominio y monopolio de la técnica (cuya importancia supera actualmente el monopolio del territorio y de la población) hace ya innecesaria la mediación del Estado nacional. Por eso Echeverría se pregunta de qué le serviría ahora la nación a la nueva entidad estatal planetaria de la modernidad capitalista.
Entonces, estamos ante una dramática alternativa: conservar pese a todo la nación como el lugar donde cabe aún preservar la identidad construida dentro del horizonte del Estado nacional; o superar las viejas referencias étnico-territoriales montando el caballo de las nuevas tecnologías, y especialmente de aquellas que tienen que ver con la comunicación. Ningún político nos ha hablado todavía de esto.