En cualquier momento la violencia puede estallar de nuevo. Pensar que el control de las prisiones es sólo una cuestión de orden o de uso de la fuerza es una ingenuidad. Los motines habidos en Cuenca, Guayaquil, Quevedo y Latacunga no fueron más que la crónica de una muerte anunciada. Quizá (sólo quizá) se han apagado las llamas, pero no los rescoldos, porque el origen de tanto desastre no está dentro de las prisiones, sino fuera de sus altos muros.
La declaración de emergencia realizada por el presidente de la República es necesaria, pero hay que saber qué significa, de qué análisis de la realidad parte y cuáles son sus exigencias. Sólo entonces se podrá hacer algo. Recuerden los tiempos en que todo estaba en emergencia y todo cambiaba para seguir siempre en los mismo. En el anterior gobierno la violencia se presentó como consecuencia de la lucha entre bandas por el control de territorios y de mercados de droga. La Conferencia Episcopal afinó el análisis y dijo que lo ocurrido no era más que “el reflejo de la descomposición social y de la indiferencia colectiva ante esta dura realidad”. El mismo director del servicio de atención a los privados de libertad habló de un “sistema corrompido”. En cualquier caso, se trató de un exhibicionismo de crueldad y de poder difícil de digerir. El dinero es el que manda.
Hace años trabajé pastoralmente en el ex penal García Moreno de Quito. Los problemas eran sistémicos y venían de muy atrás. Lejos quedaba cualquier atisbo de rehabilitación. Seguimos en lo mismo: hablamos de personas a las que la pobreza, la exclusión, el hambre y los intereses del narcotráfico han obligado a meterse en callejones sin salida o sin retorno. La cárcel es un espacio más de poder muy atractivo para las mafias. Son un espejo que refleja la realidad social en la que estamos metidos, sus miserias y contradicciones. Familias desestructuradas, barrios empobrecidos, falta de educación, violencias sin cuento e impunidad, corrupción y dinero fácil van creando en la conciencia personal y colectiva una tupida maraña de pasiones, conflictos y delitos. ¿Será suficiente con que la sangre ajena no nos salpique?
Gobiernos y élites se conforman con reforzar el alambre de espino, pero algo más se necesita: una reforma estructural que encuentre cabida en las prioridades sociales del país: educación, capacitación, trabajo y oportunidades son la única medicina que previene el delito. Próximamente hablaré de Emilia Pardo Bazán, ilustre gallega, y de lo que decía hace más de un siglo: ”¿Queréis cerrar cárceles? Abrid escuelas”. Una mujer adelantada que supo mirarse en el espejo de la dura realidad.
La degradación moral que nos rodea, tanto como la pobreza, nos impulsa a mirarnos en el espejo de nuestra propia vida, de la ética y de la fe. Una bomba nos explota de vez en cuando en nuestro propio rostro. No lo olviden: la indiferencia mata.