El miedo empieza a ser la más eficiente herramienta de gobierno para expandir el control directo de todo espacio de poder. El amedrentamiento se convierte en un ejercicio para doblegar a los adversarios. El miedo debería, para los artíficies de la construcción del poder total, expandirse por el país, filtrarse en todos los ámbitos, condicionar la acción de quienes podrían convertirse en vigilantes de la acción de gobierno, obligándolos a retraerse, a neutralizarse.
El miedo se instala en los medios de comunicación que son señalados como el enemigo a combatir: presionados por el miedo, se deshacen de sus figuras visibles que han atraído la ira del gobernante, se desvinculan de los caídos en desgracia, se retractan para tratar de aplacar al ofendido. El miedo acecha a las organizaciones de la sociedad civil, presionadas para que eviten la confrontación con el Estado, para no ser señaladas como agentes del imperialismo y amenazadas con la persecución y la clausura.
El miedo compromete a los jueces que tienen que demostrar lealtad al Régimen, no ganarse la animadversión de aquel que ha sido facultado para “meter las manos en la justicia”. El miedo condiciona a los funcionarios públicos, que son promovidos en cuanto demuestren carencia de criterio propio y se dispongan a seguir sin reparos las instrucciones del jefe. El miedo se reparte entre los asambleístas, especialmente los de su propia organización, que deben enfrentar permanentemente la amenaza de la muerte cruzada.
El miedo se instala en las calles, en la cotidianidad, amenaza en convertirse en el lazo que une las convivencias sociales; el miedo reclama represión y control, genera un círculo en el cual se retroalimenta, está dispuesto a aceptar la magnanimidad de la mano dura del poder.
En la lógica revolucionaria, el miedo es el mayor atributo de quienes ven a la ciudadanía como una entidad amorfa, como público que aplaude en cada enlace televisivo, que solo existe en cuanto aprueba y asiente, pero que si confronta o critica se convierte en enemigo a combatir y aniquilar.
Sin embargo, el miedo, no construye el poder que la sociedad necesita para gobernarse, es una expresión de extrema debilidad, apuesta por instaurar y regimentar la desconfianza. El miedo expresa y promueve la desinstitucionalización que el Régimen persigue desde sus inicios, apunta a corroer y aniquilar la legitimidad de las instituciones que deberían regular las interacciones sociales y los procesos decisionales.
Las instituciones, cuando son legítimas, son confianza acumulada, acuerdos básicos y fundamentales, soluciones no impuestas. En una sociedad que luche por la legitimidad de sus instituciones, el miedo está de sobra.