El gral. Otto Pérez Molina comenzó su presidencia con una propuesta audaz: la posibilidad de despenalizar las drogas. No afirma que debe seguirse ese camino, sí, estudiarlo. Guatemala es uno de los países más violentos , la droga es parte del fenómeno. Fue elegido para restaurar la seguridad y es su responsabilidad arbitrar soluciones.
Los argumentos contra la despenalización pesan. Parece probado, dado el caso de la marihuana en Holanda, que cuando se permiten las drogas, aumenta el consumo. Y es muy difícil abandonarlas. Tampoco la legalización disminuirá la violencia. A los delincuentes, cuando se les acaba el negocio, migran hacia otras actividades ilícitas: extorsión, prostitución, asaltos.
Los argumentos a favor son también válidos. Si se legitiman el comercio y la utilización de drogas, mediante grandes campañas publicitarias contra los daños que genera, además de una ganancia fiscal sucederá lo que en los países del Mercosur, donde las cajetillas traen fotos nauseabundas de pulmones deshechos por nicotina, y se menciona el mal aliento o la peste en la ropa que dejan los cigarrillos, los adolescentes comienzan a alejarse.
Aunque es más fácil combatir a media docena de organizaciones nacionalmente estructuradas que a centenares de diminutas bandas criminales, lo cierto es que las grandes mafias poseen capacidad corruptora que no alcanzan a pequeñas bandas criminales. Los carteles utilizan sus recursos para corromper a políticos y funcionarios. A veces llegan al Parlamento, como el colombiano Pablo Escobar. Cuando eso ocurre, hablan de “estados fallidos”, o de “narcopaíses”, caso Panamá en tiempos de Manuel Antonio Noriega.
Y queda el debate moral: ¿qué derecho tiene el Estado a decidir lo que un adulto en plenitud de facultades mentales hace con su cuerpo si sólo se perjudica a sí mismo? Si decide fumar marihuana, oler cocaína o inyectarse heroína, se hace daño porque le satisface y no le corresponde a nadie tratar de impedirlo.
Se trata de comportamientos nocivos, libremente escogidos: quienes optan por comer hasta alcanzar obesidad mórbida, emborracharse hasta caerse desmayados, o la temible bulimia que afecta a tantas muchachas.
La función del Estado no es protegernos de nosotros mismos. Ésa es tarea de la familia, quien en la educación de sus hijos debe dotarlos de sentido común, prudencia y valores para que utilicen la libertad sensatamente.
Para mí, este último es el argumento de más peso. Es obvio que el consumo de drogas psicotrópicas que afectan la percepción y esclavizan es una enorme tragedia, pero yo no quiero que el Estado decida lo que puedo y debo hacer con mi cuerpo.