Voy a oponer la plaza B elmonte al megaconcierto de Metallica, promocionado meses antes de su realización. Parece una inocentada, pero es solo una manera de entender lo que estamos perdiendo. Aunque no soy un aficionado taurino, me gustan las fiestas populares, tanto que llegué a escribir un libro sobre el tema. Así que, en las recientes fiestas de Quito, acudí a una corrida nocturna en la Belmonte. Me atrajo el espectáculo, sobretodo las banderillas de El Fandi en ese espacio tan quiteño y familiar, pero confieso que eché de menos el peso de los toros y su muerte en la arena. Era como la conquista amorosa sin la suerte suprema. Entonces pensé que los grupos que apoyaron la supresión de la estocada final, pero callan sobre el Yasuní, mutilaron un importante ritual de la cultura quiteña pues las corridas de toros llegaron con el castellano, el sacrificio de la misa, la guitarra, los gallos y tantas cosas que fueron constituyendo nuestra identidad mestiza desde hace cinco siglos.
Porque en sus buenos tiempos la plaza Belmonte no era solo una arena taurina sino también el centro de la temporada de Inocentes, que arrancaba el 28 de diciembre con bailes, disfrazados, pailas de fritada y aguardiente bajo los graderíos. Cuando los payasos y sus chorizos declinaban ya, surgieron las fiestas de Quito alrededor de la música nacional, el cuarenta y las corridas, lo que era muy lógico en esa capital de los años 60, de vida barrial, estrechamente vinculada al campo, la artesanía y las tradiciones populares.
El primer boom petrolero sacudió las estructuras sociales y Quito se fue modernizando de una manera atropellada e híbrida. Llegaron los shopping centers, el punk, la comida rápida , el marketing de cualquier cosa, de detergentes a presidentes, y olas de migrantes de variada procedencia que creaban tribus urbanas con distintos intereses y buscaban su espacio bajo el sol… de la televisión. La dolarización y el segundo boom petrolero, con su elegante y metalizada clase media, han llevado el proceso hasta su globalización total. Entonces llega Metallica.
No tengo nada en contra de esos conciertos; cada uno tiene derecho a oír la música que le gusta, a ver las corridas completas o a hacer de su poto un florero, como dicen las chilenas. Pero sí es muy decidor que los taurinos hayan sido relegados a placitas portátiles o provincianas, mientras el megaconcierto tendrá lugar en una pista de aviación cosmopolita, impersonal, ilimitada, donde ropas, canciones, pitos y gritos, todo será idéntico a cualquier otro concierto metálico en cualquier pista del planeta.
Por último, ¿quién soy yo para adivinar si los intelectuales de izquierda estarán pensando pronunciarse contra la expresión más ruidosa del ‘imperialismo cultural’, o ya habrán adquirido sus tickets VIP para escucharla?