En momentos aciagos en que se observa cómo, engañados por una propaganda perversa, un gran número de ecuatorianos entregó la nación en manos de una dirigencia amoral preocupada exclusivamente en consolidar, ampliar y retener sus espacios de poder con el objetivo único de saciar sus voraces apetitos personales o de grupo, no es posible mirar hacia otro lado y hacerse los desatendidos como si la enorme descomposición, que ha avanzado hasta alcanzar niveles críticos, fuese un tema que nos es ajeno y no afectare de una manera u otra a la sociedad en su conjunto. Pocas veces en nuestra historia se pueden registrar episodios en que la corrupción, la mentira y el fraude institucional hayan sido la práctica común, ejercida de manera sistemática por un grupo que se ha encargado de arrasar con todo vestigio de legalidad y honestidad con el fin de adecuar las fichas a su total conveniencia. Y luego de cometer semejante error histórico, todavía nos atrevemos a preguntar por qué el progreso y desarrollo nos son esquivos, condenando a gran parte de la población a continuar sumida en el atraso y la pobreza. Y no sólo eso, sino que somos incapaces de deshacernos de manera definitiva de esos fantasmas que nos persiguen y que amenazan, una vez borrado el escándalo por un nuevo suceso que concentre la atención pública, reinstalarse en el poder para continuar con sus prácticas depredadoras, haciendo imposible que alguna vez la racionalidad y la ética sean las líneas rectoras que imperen en el ejercicio de la gestión pública.
¿Cómo se puede tener confianza en una institucionalidad cuando sus principales cabezas se encuentran enfrascadas en disputas que intentan demostrar la ruindad y perversidad de los que hasta hace poco eran compañeros de partido? Y el ciudadano común estupefacto por las revelaciones y por el lenguaje pandillero en el que se sienten cómodos los que están llamados a mantener un mínimo de recato por las trascendentales funciones que desempeñan. ¿Cómo entender la advertencia que uno de ellos hace por los actos que pueden comprometer su seguridad y la de su familia? ¿Son éstas nuestras autoridades, o son personajes salidos de las páginas de ficción de los que acostumbran a escribir sobre vendettas?
Esta situación no puede continuar y debe resolverse de manera que el país, dentro de la legalidad, pueda recomponer en forma seria y urgente su institucionalidad. En cualquier otro Estado que se rija con un mínimo de decoro, escándalos de esta naturaleza habrían exigido que los actores involucrados en estas rencillas se aparten ellos mismos de los cargos que ostentan. Pero acá es improbable que aquello suceda. Por ello los poderes públicos están llamados a actuar dentro de la ley para que se aclaren estos entredichos, se sancionen -de haberlas- las conductas que transgredan la ley y se aparte de sus cargos a los funcionarios que hayan incurrido en tales acciones. Es lo mínimo que se tiene que hacer para empezar a sospechar que en verdad deseamos construir un país con ciertos visos de modernidad.