El concepto de un sistema económico en el que haya mucha libertad es atractivo. El argumento central es que la economía gana eficiencia cuando las empresas no tienen restricciones al momento de decidir qué producir y a qué precio vender lo que producen.
Obviamente esto no significa una libertad tan extrema como para que las empresas puedan engañarse entre ellas o engañar a los consumidores, vendiendo cosas dañinas, de mala calidad o, simplemente, distintas a las ofrecidas.
La idea es que las empresas se muevan con la mayor libertad posible, pero dentro de un marco claro de regulaciones comerciales, laborales o ambientales y que usen esa amplia libertad para competir e innovar.
Hasta ahí todo bien, sobre todo si los productores realmente compiten entre ellos, de manera que los consumidores pueden beneficiarse de bajos precios y constante innovación.
El problema con ese análisis es que en muchos casos se resalta exclusivamente la importancia de la libertad, pero se olvida otro de los pilares que existieron (al menos filosóficamente) cuando nacía esa forma de ver el mundo.
Hace bastante más de dos siglos, la Revolución Francesa proclamaba los principios de “libertad, igualdad, fraternidad” y hoy se ha vuelto bastante común ver a gente defendiendo el primer principio, pero olvidándose del tercero.
Porque la fraternidad no es otra cosa que la solidaridad entre los seres humanos. La solidaridad es ayudar a los que más necesitan, a aquellos que requieren de un “empujón” para poder salir adelante. Y la solidaridad no debería ser vista como una carga para el resto, sino como un elemento que incluso permite tener una sociedad más libre.
Hacer un énfasis exclusivo en la importancia de la libertad, olvidándose completamente de la solidaridad puede parecer una expresión de egoísmo y no tanto de una ideología.