La tendencia de las sociedades “bien-pensantes” a emprender en procesos de abolición de toda forma de limitación al libre pensar de sus miembros – y derivada autonomía de acción – es un hecho a resaltarlo y merece apoyo incondicional. Por demasiados siglos la libertad de los hombres ha sido amenazada por sectores sociales imbuidos de convencionalismos impuestos por la ignorancia. Esas parcelas actúan, también, con el convencimiento de que defender tales enfoques las colocan en situación de superioridad social.
El liberalismo político-económico, cuyo mayor representante es J. Locke, tiene una contrapartida relevante en el tema de hoy. Afirma que el hombre está convocado a ordenar sus acciones como juzgue adecuado “sin pedir permiso ni depender de la voluntad de ningún otro hombre”. Complementa la idea con el hecho cierto de que la persona está sujeta no a la autoridad del “soberano” – poder en términos estatales – sino a las leyes de la naturaleza. Solo cabe remitirse al “ser” como ente dotado de libertad… para pensar y actuar sin sometimiento al “pensar” de un tercero.
La iglesia católica ha representado el mayor obstáculo al liberalismo de pensamiento a lo largo de su historia. Sustentada en la interpretación de las Escrituras por parte de la jerarquía eclesiástica de turno, se ha atribuido el derecho de irrumpir en la mente de las gentes con el propósito de “guiarla a pensar”. Lo hace en la forma que conviene a sus intereses religiosos, políticos y económicos, o bien para contaminarla de misticismo hacia el mismo fin.
Casos representativos son aquellas posiciones dogmáticas en torno a decisiones que únicamente pueden – en razón – quedar sometidas a la conciencia y voluntad de los titulares de los consiguientes derechos. Referimos las decisiones en materia, por ejemplo, del control de la natalidad, el aborto, la eutanasia y las preferencias sexuales. Nadie, en lo absoluto nadie, tiene derecho a inmiscuirse en la libertad del individuo para decidir sobre esas determinaciones.