El tema quedó reseñado la semana pasada en una proyección metafísica. Es necesario desarrollar ideas complementarias que cierren el círculo analítico. Partamos de insistir en que la libertad de reflexión, con base en la cual los hombres emprenden en el ejercicio efectivo de su esfuerzo de deliberación, es innata a la persona dotada de razón. Cualquier pretensión de coartar ese derecho esencial, forjado a lo largo de un camino no exento de vicisitudes e incidentes en la historia, debe ser rechazada con la misma fuerza aplicada al luchar contra toda tiranía.
El germen del liberalismo lo encontramos en la Inglaterra de mediados del siglo XVII… en la necesidad de consolidar una sociedad tolerante principalmente a los credos. Los pensadores de la época, con la visión de que el conservadurismo representaba una seria traba para el progreso integral de la sociedad, emprendieron en una verdadera cruzada en pro de la autonomía de juicio. Su influencia en otros rincones del mundo, como en los Estados Unidos que logra su independencia unos cien años después, es absoluta.
El conservadurismo, conceptuado por R. Borja (Enciclopedia de la Política) no como una doctrina “sino como una actitud de inmovilismo ante las demandas y retos de la vida”, conforma para nosotros – intelectual y factualmente – la contracara filosófica del “bien-pensar” liberal. Creemos que día a día el conservadurismo, en el mundo entero, va ahondando en sus contradicciones intrínsecas. Ello fruto de carecer de representantes que razonen con la necesaria profundidad lógica y consiguiente intelectual.
¿Cómo puede entenderse, si no, su tutela a ultranza de libertades económicas, comerciales y demás de burda relevancia corpórea, y al propio tiempo oponerse a aquellas que dicen relación con la naturaleza misma del hombre: pensar y actuar sin consentimientos ajenos? La respuesta es sencilla: el conservadurismo defiende la forma insustancial, perdiendo de vista al hombre como titular de derechos mayores que los meros materiales.